TEMA: COVID-19
Una imagen por mil palabras
Por: Mabel Cuesta*
Abril 2020
Vistas
*University of Houston
Es 10 de abril de 2020 y como cada mañana me he despertado buscando los nuevos datos que reflejen contagios, muertes y recuperaciones perpetrados por el Covid-19 contra la población mundial. Como soy solo humana, este es mi ritual de prioridades al estamparme contra las estadísticas: Estados Unidos (en donde vivo); Cuba (en donde vive absolutamente toda mi familia menos yo/mi familia sin mí) y finalmente España e Italia, en donde viven y sufren ahora mismo decenas de amigos: familia elegida y extendida.
Anoche, antes de ir a la cama, puse una foto de mis abuelos maternos (mis únicos abuelos) en Facebook. Mi abuelo falleció de diabetes en la ciudad de Miami en noviembre de 2011. Mi abuela vive en Cuba y es toda mi memoria; también mi futuro. Mi tiempo se divide en dos partes: el que paso a su lado, el que me falta para volver a estarlo. Un mundo sin mi abuela será un mundo; pero yo no puedo pensar en él ahora. Ahora los datos. La plegaria que inicio con la foto colgada en Facebook. La exigencia al universo, llamado Covid-19, de que a mi abuela no la vaya a tocar.
Me levanto, como me acosté, pensando en mi abuela. Pero intenso. Luego de repasar los datos y comprobar que España e Italia parecen ceder en muertos; Estados Unidos y Cuba suben la curva de contagios y fallecidos. Todo ello se traduce en una sola línea: no sé cuándo podré ver a mi abuela. En una habitación de esta casa hay tres maletas llenas de víveres, medicinas y aseo. Eran las maletas con las que yo viajaría a verla el 15 de marzo de 2020. Pero no pudo ser. Por mi profesión, debí viajar el 5 de marzo a NY, y aunque nada en mí indicaba contagio, todos los amigos y también mi familia me advirtieron que a Cuba mejor no llegara. Por mi parte, me recordé que mi tiempo se divide en dos mitades: verla o no. A mi abuela. ¿Cómo viajar y llevar, quizá escondido en mi cuerpo, un virus que pudiera matarla?
Desistí. No fui. No la vi.
Han pasado casi treinta días desde que quise ser la heroína de mi abuela. Yo solo miro cifras y leo artículos de epidemiología. Ya no puedo pensar en mi investigación o escribir una línea que no lleve la palabra virus.
También he hecho denuncias. No fui capaz de entender cómo el gobierno de mi país (Cuba,) en fecha tan absurda como este 13 de marzo, promocionaba, a través de la agencia “Havanatur” viajes a la isla. Escribí un artículo. Supliqué a mis compatriotas en Miami, New York, Los Ángeles y La Vegas que tampoco ellos fueran, que protegieran a sus mayores. Me grabé dos videos-selfies en Facebook insistiendo en lo mismo. Yo detesto los videos-selfies. Pero la isla de Cuba está llena de ancianos. La isla de Cuba tiene una de las poblaciones más envejecidas de América Latina. Lea los artículos de la socióloga Elaine Acosta y lo comprobará. Haga un “Google” y lo comprobará.
He llorado todos los días mientras lavo mis manos con el jabón que lavaría las de mi abuela. Mi abuela tiene unas manos bellísimas y tiene casi 87 años. Mi abuela padece de algo llamado “bronquiectasia crónica”. Es un padecimiento que adquirió mientras lavaba, planchaba y doblaba ropa en un hospital de Cuba, administrado y poseído por el gobierno de la isla (como todos); uno donde nunca les dieron a sus trabajadores mascarillas para que no aspiraran cloro. Mi abuela se enfermó los bronquios por lavar la ropa de las mujeres que parían a los hijos y nietos que nos fuimos del país. Nosotros, quienes hemos sido llamados por el actual presidente Miguel Díaz-Canel: "mal nacidos por error". Nosotros, que perdidos y solos alrededor del mundo, enviamos $29,948 millones de dólares en remesas entre 2008-2018.
El hospital que enfermó a mi abuela se especializaba en la maternidad y nos parió para que veinte, treinta, cuarenta años después llenáramos maletas con las que alimentar a nuestros viejos. Porque el gobierno no puede. Porque al gobierno cubano lo embarga el gobierno de USA desde 1962. Es cierto y es ilegal, y es un sórdido mecanismo de Guerra Fría que ha devenido moneda de cambio en los procesos eleccionarios norteamericanos que intenten ganar el estado de la Florida. Pero el gobierno cubano no legaliza a ningún partido que no sea el Comunista de Cuba, ni a otra prensa que no sea a la oficial, ni responde por los presos políticos que en su mayoría son solo presos de consciencia por querer otros partidos, otros medios de prensa, otros modelos de civilidad y participación democráticos.
Y en medio de esos pugilatos que no se reflejan en las mesas o los botiquines de los hombres de poder: el cuerpo de mi abuela. Una abuela que tiene tantos rostros, nombres y géneros como la de cada uno de nosotros, malnacidos por error; nosotros que desde los cuatro puntos cardinales del planeta mandamos dinero y acarreamos maletas atiborradas de artículos de primera necesidad.
Hoy me levanté, como siempre, pensando en mi abuela; pero intenso. Y me abofeteó esta imagen[1]:
Que es una caricatura, me aclaran; que su autor, Alfredo Martinera, ha colaborado con todos y cada uno de los órganos oficiales de prensa que la isla subvenciona, me dice un amigo mientras presenta sus credenciales… y yo solo me siento abofeteada.
Pido ayuda en mi muro como si se tratara de una (otra) situación de emergencia. Siento que no entiendo, que tengo un problema grave de comprensión, que mis propias credenciales profesionales pueden irse ahora mismo a la basura. Todo lo anterior, o que en realidad alguien está pidiéndole a mi abuela que se entregue, que muera de una vez… Alguien que aquí se llama Alfredo Martinera; pero que en realidad es la mano que dirige todos y cada uno de los órganos de prensa, está poniendo en el pecho de mi abuela una libreta de abastecimiento porque solo eso la protegerá de este maldito virus, microscópico y letal.
Alguien está diciendo que con los suministros que el gobierno garantizará los abuelos van a ser inmunes al virus; que el virus no entra, que los productos subvencionados son tan buenos como una mascarilla que pasaría a estar en el segundo frente. Que la sumatoria exacta de libreta para el “Control de Ventas de Productos Alimenticios” + mascarilla es todo lo que necesita un/a anciano/a para combatir al diminuto enemigo que no lo matará. La libreta de abastecimientos como escudo. Son los tiempos de El Quijote y el virus sería un molino de viento. Alonso Quijano puede. Alonsa, mi abuela, puede. Y eso estaría bien, con todo y el delirio, sino fuera porque sabemos más.
Sabemos que para ir a comprar esos productos básicos en las unidades de ventas hay que enfrentar infinitas colas. Sabemos que escasean los productos de limpieza. Sabemos que las mascarillas que están usando todos en Cuba (no solo lo/las abuelo/as) son de tela y que su efectividad como parapeto frente al Covid-19 es de bajísimo impacto. Sabemos, porque nos lo contó la OMS, que son justamente las personas mayores de sesenta años quienes han sido identificadas como la población de mayor riesgo en caso de adquirir la enfermedad. Sabemos que las tasas de mortalidad son mucho mayores en ellos que entre los jóvenes que no tengan condiciones preexistentes. Sabemos demasiado. Solo que a diferencia de aquellas viejas películas en donde los capos sicilianos conseguían borrar con tiros nuestro conocimiento, hemos decidido no callar.
Es 10 de abril de 2020 y la famosa cima de la curva de contagiados y muertos en la isla de Cuba se espera que suceda en la primera quincena de mayo. Las medidas de aislamiento y control de contagios que el gobierno cubano ha tomado ni han sido pocas, ni han sido fatuas. He recogido testimonios en primera persona de cómo han tratado a los posibles infectados en los centros de aislamiento y ese trato ha sido humanizado y positivo. Los esfuerzos para mitigar la expansión de la infección y el consabido colapso de un sistema de salud, que ya era muy precario, son también evidentes. La inestabilidad y crisis que ha traído este flagelo al planeta ni es excepcional en Cuba; ni en Cuba lo han manejado peor que países de mejor liquidez bancaria.
Pero nada justifica la imagen de marras. Nada, que la eterna maquinaria de propaganda sea puesta a operar usando como botón de iniciación los cuerpos de nuestros ancianos. Hay una sensibilidad básica, llamada a ratos decencia, que debería actuar como paraguas frente a toda lluvia ideológicamente oportunista.
Cuando el pasado 23 de marzo, el segundo al mando en la oficina del gobernador de Texas, Dan Patrick, declaró que estaba dispuesto a sacrificar su propia vida a cambio de que la economía no se paralizara y añadió que, de seguro, los ancianos norteamericanos estaban listos a hacer lo mismo, tanto la opinión pública nacional como la internacional se le vino encima. Patrick olvidaba que el derecho a la vida prescinde de edades, razas o estatutos sociales. Que el instinto de sobrevivir es el más básico de todos los instintos. Lo saben los humanos y también los animales. Lo saben las plantas que aparecen, tercas, en medio del asfalto.
De modo que, si fuera cierto aquello de una imagen por mil palabras, pido a Martinera que desmienta la anterior… en ella, por ejemplo, los jóvenes hacen cola guardando un metro y medio de distancia entre sí y llegan a casa con las bolsas de alimentos que ayudarán a seguir dando vida a los abuelos. Detrás, hay un paisaje de virus muertos en las aceras porque no encontraron cuerpo vulnerable en donde hacer residencia.
Es una idea; pero estoy dispuesta a convertirla en demanda.
[1] La imagen fue tomada del órgano oficial digital Cubahora.cu el día 10 de abril de 2020 y aparece disponible en este enlace: https://www.cubahora.cu/blogs/el-foro/la-libreta-en-tiempo-de-pandemia?fbclid=IwAR0H-W7g8cuNo7DPILJ47GXGUtO5kTHoGdoMqcx_btZio4ZOLv8U09_AcEc