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FORO CUBANO Vol 3, No. 25 – TEMA: ARTES Y LETRAS POLÍTICAS –

Ser o no ser… cívico. He aquí el dilema

Por: Janet Batet

Octubre 2020

Vistas

1. Introducción a modo de coda incómoda o el muerto alante y la gritería atrás. 

El intelectual es un ser paradójico, que no se puede pensar como tal mientras no se lo aprehenda a través de la alternativa obligada de la autonomía y el compromiso, de la cultura pura y la política.
(Bourdieu, 2012, p.162)

Hace no mucho y compulsada por las fuerzas de las circunstancias (entonces era el encarcelamiento de Luis Manuel Otero Alcántara por el uso de la bandera cubana en un performance; hoy pudieran ser las detenciones arbitrarias y los actos de repudios acaecidos el pasado 10 de octubre en La Habana), apuraba un post en Facebook en el que decía que “Hoy el arte en Cuba tendría que ser cívico o no ameritaría ser tenido en cuenta” Como era de esperar, no faltaron puristas acusándome de reduccionista y ondeando airosos la bandera de la libertad de creación y el derecho inalienable a la separación entre el quehacer artístico y el individuo en tanto ente cívico. Al menos -debo confesar-, el hecho de que reconocieran la existencia del “individuo como ente cívico” era ya un aliciente. Lo de inalienable, sin embargo, daría razón para otro folio, puesto que tal disociación sin conflicto aparente en un mismo ser implica de ante mano un acto de enajenación per se, si no de cinismo. 

Pareciera que un día, el artista, cuya fuente es -quiéralo o no- el mundo inmediato que lo rodea no sólo para con la creación sino para la validación de su propuesta y su condición en tanto artista, se levantó incómodo -no hay nada tan incómodo como ser consecuente consigo mismo- y se arrancó de un tajo el escozor que no le dejaba dormir. Resuelto, se plantó frente al espejo -o de espaldas al espejo, vaya usted a saber- y le dijo a la política: “Flor amarilla, flor colorá…” y desde entonces, dice él, vive en paz. 

Permítaseme recordarle a nuestro señor, el artista, que aún dando por sentada la esquizoide presunción de que el arte y la política puedan ir por ahí como dos mundos perfectamente escindidos, a modo de probetas incontaminadas del pensamiento y la actividad humana, en lo que al compromiso social respecta, el artista no es un simple individuo. El mismo estatus que le confiere la esfera del arte en tanto campo autónomo dentro de la sociedad y esfera de poder -si, poder, el poder simbólico- no sólo le sirve para inscribirse en el registro del creador independiente, recibir turistas entusiasmados en el estudio -cuando los hay-, tirarse fiestas estrepitosas y comprar suntuosas propiedades inaccesibles para la gran mayoría de sus coterráneos en La Habana. En esto de ser artista hay también un toma y daca. Cuando usted, señor artista, accede a participar del campo del arte -bien podría haberse quedado como pintor dominguero y nadie se metería con usted ahora mismo-, éste lo asciende a la categoría de intelectual, y como tal -si, ya puede ir bajando la banderita- usted tiene una responsabilidad cívica en esa sociedad de la que es partícipe. Ese mismo capital cultural y poder simbólico que lo envisten como artista le impiden -disculpas si le arruino la cena- ir por ahí, por la vida, esperando a que le preparen la sopa en lo que pinta un ángel más. 


2. Jacques Rancière: La estética de la política y la política de la estética.

La política se topa en todos lados con la policía.
(Rancière, 1996, p.47)


La teoría de Jacques Rancière y su rearticulación en torno al arte y la política en el contexto contemporáneo asoman como pistas pertinentes para el caso cubano. Emplazando arte y política en zonas de corrimiento, Rancière desarticula los fáciles planteamientos dicotómicos (universal-particular, público-privado, Estado-sociedad, demos-dota, consenso-disenso) para reconciliar al individuo como ente político activo. 


Rancière propone una redefinición de la política. Allí donde tradicionalmente la política es entendida como el “conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones, y los sistemas de legitimación de esta distribución” (Rancière, 1996), el pensador francés la redefine como policía: 


De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como parte perteneciente al discurso y tal otra al ruido. Es, por ejemplo, una ley de policía que hace tradicionalmente del lugar de trabajo un espacio privado no regido por los modos del ver y del decir propios de lo que se denomina el espacio público, donde el tener parte del trabajador se define estrictamente por la remuneración de su trabajo. La policía no es tanto un "disciplinamiento" de los cuerpos, como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen (Rancière, 1996, p.44). 


¿Qué es entonces la política? “La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte” (Rancière, 1996, p.25). Esta necesaria subversión donde la política no es entendida como póliza, no como dictamen sino como desacuerdo, es esencial para la restauración del derecho del individuo en tanto ente político activo. Insiste Rancière:


Hay política cuando hay un lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos. El primero es el proceso policial en el sentido que se intentó definir. El segundo es el proceso de la igualdad. Con este término, entendamos provisoriamente el conjunto abierto de las prácticas guiadas por la suposición de la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante y por la preocupación de verificar esa igualdad (Rancière, 1996, p.46). 

La política, así, para Rancière, existe sólo como forma de “disenso”. Lo mismo ocurre con el arte: “Cada una, arte y política definen una forma de disenso, una re-configuración disensual de la experiencia común de lo sensible” (Rancière, 2010, p.140). Lo cual le lleva a los conceptos de estética de la política (entendida como reconfiguración de la distribución de lo común a través de procesos políticos de subjetivación) y política de la estética (en tanto prácticas y modos de visibilidad del arte que reconfiguran el tejido de la experiencia sensorial). 

La relación entre ambas es muy estrecha, en tanto que la primera, detentora de los canales de distribución tradicionales del arte, manipula la percepción de este último, neutralizado (invisibilizando) la intención de la propuesta. Es esto lo que Rancière entiende como la “naturaleza depredarora de la estética de la política”. Ante tal contexto, el artista debe crear un nuevo marco de referencia, una nueva ficción. Ésta será también objeto de redefinición par Rancière. La ficción no es más entendida en el sentido estrecho de construcción de un mundo imaginario, opuesto a lo real: 

No es un término que designa lo imaginario como opuesto a lo real; implica el replanteamiento de lo "real", o el encuadre de un disenso. La ficción es una forma de cambiar los modos existentes de presentaciones sensoriales y formas de enunciación; de diferentes marcos, escalas y ritmos; y de construir nuevas relaciones entre la realidad y la apariencia, lo individual y lo colectivo (Rancière, 2010, p.141). 


A través de este proceso, lo ficcional logra entonces restaurar la distribución de lo sensible interrumpida por la “estética de la política”. Si ésta última busca por sobre todo encuadrar al sujeto como colectivo anónimo, la nueva ficción busca nuevas formas de individualidad. Es esta la naturaleza de la “política de la estética” que opera sobre la base de una “disyunción del original”, esa impuesta por la “estética de la política”. Esta disyunción explica por qué, según Rancière, el denominado arte crítico (podríamos denominarle también arte comprometido o político) resulta inoperante dentro del contexto del consenso: su intención de generar conciencia política queda anulada por el acuerdo tácito entre sentido y sentido (entre el modo de representación sensorial y el régimen de significado) que presupone el consenso. 


Como respuesta, el arte crítico ha ido readecuándose, apareciendo dos transformaciones esenciales según Rancière. Primero, el arte deviene más modesto “…en lugar de pretender poder revelar las contradicciones ocultas de nuestro mundo, debería ayudar a restablecer las funciones sociales básicas amenazadas por el reinado del mercado, echar una mirada atenta a los objetos del mundo común y la memoria de nuestra historia común y enfatizar el sentido de formar parte de un mundo común” (Rancière, 2010, p.145). Segundo, y consecuencia de la contracción del espacio político, el arte se desplaza hacia la zona del disenso:


(…) parece que la contracción del espacio político ha conferido un valor sustitutivo a la práctica artística. Cada vez es más el caso de que el arte empieza a aparecer como un espacio de refugio para la práctica disidente, un lugar de refugio donde las relaciones entre sentido y sentido continúan siendo cuestionadas y reelaboradas. Este hecho ha dado un renovado impulso a la idea de que la vocación del arte es en realidad salir de sí mismo, lograr una intervención en el mundo “real” (Rancière, 2010, p.145). 

3. El caso Luis Manuel Otero Alcántara: ¿Arte disidente o Arte disensual?


La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido.
(Jacques Rancière, 1996).

El estado cubano ha hecho cuanto hay a su alcance para desacreditar la propuesta de Luis Manuel Otero Alcántara. Se le ha acusado de outsider y agente del enemigo; se le ha coartado la libertad elemental del derecho a libre circulación impidiéndole salir de su casa, se le ha encarcelado en múltiples ocasiones, se le ha agredido físicamente. Por último, se le ha despojado hasta de ese ínfimo espacio de libertad personal que es la intimidad sexual, haciendo públicos en las redes sociales desnudos del artista robados de su chat personal y dirigidos de modo íntimo a su pareja.


Uno de los aspectos más interesantes del caso Luis Manuel Otero Alcántara es cómo su práctica pone en evidencia las propias lógicas inmanentes de exclusión y segregación del aparato de Estado. La especialización en tanto artista (léase la formación educacional dentro del propio sistema generado por ese Estado) es uno de los pocos raseros factibles que como táctica de decantación pone al uso la policía -entendida aquí en el sentido rancièriano. El gran estado benefactor puede, excepcionalmente, darte acceso a ese espacio basado en “cualidades excepcionales” establecidas también por ese mismo aparato de Estado (ver los requisitos para ser aceptado dentro del Registro del creador) pero, detentor al fin de los derechos del individuo, este se reserva la posibilidad de existir o no dentro del sistema y sus respectivos campos de acción (uno de ellos, la esfera del arte). Esta práctica sistemática de inclusión-exclusión, premio-castigo, se ejerce a diario como una de las herramientas esenciales para la censura y la autocensura. Esta última, como bien afirma Haacke, mucho más efectiva que la primera. 


Esta práctica policial obliga pues al repliegue -sumisión- o radicalización de la propuesta. El caso Luis Manuel Otero Alcántara evidencia claramente la lógica de la policía en tanto aparato de legitimación del estado encargado del mantenimiento del “orden de lo visible y lo decible”.


Alcántara ha confesado en reiteradas ocasiones que su motivación para entregarse a la actividad artística era justamente la ausencia de voz: “como atleta yo no podía hablar ni expresarme”. Sin embargo, una vez conferido el estatus de la palabra, Alcántara no opera dentro de las reglas implícitas de ese campo que le otorga el derecho al logos, y como consecuencia, es devuelto al ruido. No será el primero ni el último. Los casos de Joel Rojas, expulsado del ISA o de Ángel Delgado, condenado a prisión; son tan sólo algunos ejemplos de esta práctica policial. 


Lo curioso en el caso de Luis Manuel Otero Alcántara es cómo abraza la exclusión como centro de su propuesta, moviendo definitivamente la obra de la “zona de consenso a la zona de disenso”. Con ello, Alcántara vuelve a activar el espacio político -ese espacio donde “el orden natural de dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte”- y con ello le devuelve al ruido la capacidad del logos. 


Para el aparato de estado, este giro se torna inadmisible. Un estado totalitario como es el caso cubano, no puede permitirse la insubordinación ni siquiera fuera de sus filas. Y por ello el acto de disentir se convierte en deserción.  


Desde su obra temprana (Los héroes no pesan, 2011; Resistencia y Reciclaje, 2011-2012, Made in China y Mikilandia y Regalo de Cuba a EE. UU, ambas 2012), Alcántara ha construido un “dispositivo crítico” efectivo que opera en la zona del disenso. Armado de esculturas efímeras construidas a base de materiales chatarra, la arena pública como espacio expositivo y la intervención en el espacio público como medio, Alcántara se apropiaba del denominado arte bajo (artesanía, iconos de la cultura popular y religiosa, Mickey Mouse, La Estatua de la Libertad, San Lázaro, La Caridad del Cobre) para adentrarse en zonas silenciadas del discurso oficial como la situación de penuria y olvido de los héroes cubanos, el espacio institucional como validación de la obra de arte, los derechos humanos y la manipulación política.


Progresivamente, la propuesta de Alcántara se va despojando del artefacto para encarnar en su persona el dispositivo crítico. Esto ha sido magistral como evidencia de las prácticas policiales del aparato de Estado. Al mismo tiempo, y actuando desde la noción ampliada del arte y esa zona de corrimiento que es el disenso, Alcántara ha conseguido ampliar el espacio de distribución y con ello el receptor de su propuesta. Su serie “Con todos y para el bien de unos cuantos” (2012-2013) marca en este sentido un punto de giro esencial y, dentro de ella, en específico, sus performances “Los perros también van al cielo” (2012) y “La Caridad nos une” en 2013.


En ambas todavía está presente lo objetual que, sin embargo, a lo Francisco Elso, comienza de cada vez más a distanciarse del objeto artístico per se para convertirse en ente sagrado. En el humilde taller, el ícono se va prefigurando con la participación del vecindario que aporta materiales y los niños que se implican en la construcción del mismo. Es una atmósfera de comunión que nos recuerdan los años de entrega y silencio de Antonia Eiriz en El Juanelo. Podríamos decir, un homenaje. La consumación de la obra será la peregrinación. 


El San Lázaro y La Caridad del Cobre de Luis Manuel Otero Alcántara actúan como caballos de Troya a lo Lippard. Interesado en penetrar el vasto tejido social, Alcántara incorpora símbolos de gran alcance que tienen el poder de apelar a la unidad del pueblo cubano, involucra al público más amplio desde el proceso creativo de la obra y luego lo hace partícipe activo durante esa prolongación (la peregrinación) que es la obra en sí. Asistimos a lo que Lippard (1984), denomina un “arte de contacto” donde la obra funciona como híbrido y donde las esferas artificialmente escindidas (el arte, lo social, lo religioso y lo político) se reconectan a modo de vasos comunicantes. 


Lo objetual en estas obras tiene que ser entendido ya como remanente. El objeto per se actúa sólo como talismán, tótem-pretexto para el diálogo social extendido en la esfera pública de una nación fracturada. Lo religioso (asumido como técnica de infiltración), es activador de la preocupación que realmente mueve la obra: la imperiosidad de reparación del tejido social de la nación cubana. Y para ello, Alcántara se emplaza él mismo como parte de ese sujeto social, dependiendo la realización de la obra no del artista sino del otro, del ciudadano común que lo asiste con lo que tiene y puede a llevar a consumación su obra que es su promesa, convirtiendo la propuesta en un intercambio comunicativo de gran alcance. 


Emplazado fuera de la “zona de consenso” (el área de distribución asignada para el arte), la obra de Luis Manuel Otero Alcántara deviene “inapropiada”, una amenaza a la jerarquía de poderes que sirve, como bien enuncia Rancière, “para separar lo político de lo social, el arte de la cultura”. No en balde, la peregrinación al Santuario de la Caridad del Cobre quedó interrumpido por la policía a la altura de Ciego de Ávila, a medio recorrido. 


Le seguirán un sin número de performances en los que Alcántara siempre emplazado en el espacio público (ese “escenario común”) o tomando por asalto el espacio institucional, continúa explorando la zona de disenso (esa fractura entre ser y ser) como único espacio efectivo que reactiva la capacidad crítica del arte y restituye, al menos perentoriamente, la voz del interlocutor silenciado por el orden establecido.


Atendiendo a su progresión temporal y la ampliación del diapasón de recepción y concomitancia de su propuesta, la obra de Luis Manuel Otero Alcántara se ha ido ensanchando desde lo objetual, pasando por el performance, hasta al “Net art” a través del uso efectivo de los social media. En este sentido, resulta vital el lanzamiento de “El Museo de la Disidencia en Cuba” (MDC), creado en el año 2016 en colaboración con la historiadora del arte Yanelys Núñez Leyva, y la “00 Bienal”, del 2018. 


Con el interés de rescatar como continuum, esa tradición del acto disidente dentro de la historia cubana -lo cual implica una estrategia de legitimación-, el MDC, retoma el vocablo disidir en su acepción etimológica, para entonces “re-contextualizar el concepto de disidencia afirmando la necesidad actual de diversidad política en Cuba” (Museo de la Distancia, s.f). Siguiendo la lógica de Rancière, bajo cuya óptica, la política es justo el desafío a la distribución “normal” de la sociedad, predeterminada esta norma por un supuesto orden adecuado de las cosas con el único fin de segregar diferentes grupos atribuyéndole departamentos estancos, entonces el disenso, ese proceso que devela lo arbitrario de esta distribución para la actividad política y artística, es la política en sí. Es justo en esta lógica que el MDC cobra una dimensión relevante dentro del campo del arte, atendiendo a su concepto de la “política de la estética”. 


El internet es el único espacio posible de existencia para un museo de tales características dentro del estado totalitario cubano y, sin embargo, como estocada magistral, el proyecto, reinsertarse eventualmente en la institución arte, como ocurriera en la presentación del “Museo de Arte Políticamente Incómodo”, sección dentro del MDC que hace un recorrido sobre la censura del arte en Cuba (Matadero de Madrid, 2016) 


Operatoria similar tiene lugar con el lanzamiento de la “00 Bienal”.  Nacida como reacción a la decisión unilateral del Ministerio de Cultura de posponer la celebración de la XIII Bienal de La Habana prevista para el 2018, La “00 Bienal” plantea desde su idea la sedición a nivel colectivo. Si pudiéramos localizar un antecedente a modo de excepción en el arte cubano este sería el del Juego de pelota “La plástica joven se dedica al béisbol” en 1989 y, sin embargo, hay diferencias esenciales entre ambos proyectos. 


Aún cuando en los dos casos asistimos a acciones colectivas desde el arte que se emplazan en el espacio público (fuera de la institución arte). El primero, cimbrado desde la noción de la imposibilidad. “nos dedicamos al béisbol porque no podemos hacer arte”, sigue reconociendo a la institución como el único campo factible para existencia del arte. El segundo, sin embargo, devela la inutilidad de la institución y la capacidad del artista de absorber el rol de la misma. “Alguien tenía que organizarla, y me decidí, ese alguien era yo” -declararía Luis Manuel Otero Alcántara en entrevista a El Toque (Hernández, 2018). 


Basada en la “alternatividad” (redes sociales, prensa independiente y crowfunding); la solidaridad de figuras claves de la arena artística que daban el espaldarazo necesario al evento (baste mencionar entre ellos el apoyo de Tania Bruguera, Brigitte Campeau, Coco Fusco, Gerardo Mosquera, Reynier Leyva Novo, Rikrit Tiravanija y Ernesto Oroza); así como la aún incipiente pero progresiva solidaridad de la comunidad artística, la “00 Bienal” aunó a más de un centenar de artistas. Con un programa de exposiciones, ponencias y proyección de documentales, el evento pronto encontró eco en la prensa especializada internacional (Artforum, Artishock, Artnet, Art News, E-flux, Hyperallergic, entre otras) y la comunicad artística allende el mar (incluyendo artistas procedentes de Angola, Alemania, Brasil, Colombia, México, España, Estados Unidos, Portugal y Ucrania). 


La represión abierta por parte del estado policial no se hizo esperar. La Unión de Artistas y Escritores de Cuba (UNEAC) y la Asociación Hermanos Saíz (AHS) emitieron de conjunto una declaración firmada desacreditando al evento  al que calificaban como “mercenario” y “al margen de la ley”; Gean Moreno, curador del Institute of Contemporary Art (ICA), de Miami fue detenido en el aeropuerto e interrogado; y los artistas participantes recibieron llamadas coercitivas del Registro del creador independiente, amenazándolos de perder su status de artista si participaban en la bienal. 


La bienal no sólo demostraba a capacidad de gestión de un evento de tal envergadura sin la venia de la institución, sino la capacidad de desarticulación de la esfera del arte (la institución) a partir de la comunidad. De hecho, uno de los giros más sintomáticos del evento fue cuando el artista Reynier Leyva Novo donaba a la bienal la suma de 3,800 CUC, obtenidos de la venta de una de sus obras nada más y nada menos que al Consejo Nacional de Artes Plásticas (CNAP). Como zancadilla, o ironía del destino, la institución rectora de las artes plásticas cubanas terminaba. muy a pesar suyo, subvencionando el evento. 


Haciendo uso del Net art a través del uso efectivo de los social media, Alcántara no sólo ha desplazado su propuesta de la zona de consenso a la zona de disenso, sino del espacio físico al espacio mediático, potenciando la amplificación o resonancia de la obra y restituyendo su derecho a ser -esa voz que le es negada- a través de la presión de los media que se convierten de facto, en la única alternancia al aparato policial. 


Es justo por ello que la propuesta de Alcántara deviene política. Hay política porque Alcántara rompe el orden de dominación establecido, ese que distribuye el espacio entre los visibles y no visibles, entre los que tienen voz y los que hacen ruido, actualizando así la “contingencia de la igualdad”:


Hay política porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre éestos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo "entre" ellos y quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada (Rancière, 1996, p.142). 


Por supuesto, en el caso cubano que es un estado totalitario, el acto de disentir es homologado con el acto de desertar, adquiriendo todas las características de un acto de traición en el sentido militar del término.  


La noción de aparato del Estado, en efecto, está atrapada en el supuesto de una oposición entre Estado y sociedad donde el primero es representado como la máquina, el "monstruo frío" que impone la rigidez de su orden a la vida de la segunda. Ahora bien, esta representación presupone ya cierta "filosofía política", es decir cierta confusión de la política y la policía. La distribución de los lugares y las funciones que define un orden policial depende tanto de la espontaneidad supuesta de las relaciones sociales como de la rigidez de las funciones estatales. La policia es, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. Pero para definir esto hace falta en primer lugar definir la configuración de lo sensible en que se inscriben unas y otras. De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido (Rancière, 1996). 


4. Consideraciones a pie de página: Arte retórico o el arte en el reino del espectáculo y la pornografía del poder.

Las obras de arte, lo quieran o no los artistas, son siempre marcas ideológicas; aun cuando ellas no sirvan a clientes identificables por el nombre. En tanto marcas de poder y de capital simbólico (…) sus obras juegan un role político.
(Haacke, 1994). 


El comienzo del último decenio del siglo XX fue testigo de un cambio de giro esencial para el arte cubano. Después del momento de excepción que significó el arte de los ochenta en Cuba y ante la atmósfera de inamovilidad, consecuencia de la censura masiva que daría al traste con el ímpetu ochentista, se produce un “repliegue estratégico” como mecanismo de sobrevivencia. A nivel simbólico, la exposición colectiva “Las metáforas del templo”  en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales en 1993, curada -nada más y nada menos- que por Carlos Garaicoa y Esterio Segura, marcan el cambio de tónica del nuevo discurso o “aparato retórico”.


El año 1993 resulta también sintomático por otros motivos. En medio del caos y la condición de precariedad condicionados por la pérdida del campo socialista, y bajo el denominado eufemismo del “Periodo especial en tiempos de paz”, el estado totalitario cubano, forzado por una crisis límite, despenaliza la tenencia de divisas (Decreto Ley 140) y amplía el todavía incipiente sector cuentapropista (Decreto Ley 141). Un año antes, en julio de 1992, entre los cambios introducidos a la constitución, aparecen las empresas mixtas (Decreto Ley 50/82).


En lo que al arte se refiere, la irrupción de los noventa está marcada por dos exposiciones que prefiguran los nuevos derroteros del arte cubano. De un lado, “El objeto esculturado” (CDAV, 1990), curado por Alexis Somoza y Félix Suazo, terminaría con el enjuiciamiento de artista Ángel Delgado bajo el cargo de escándalo público y la sentencia a seis meses de privación de libertad. Del otro, Kuba ok (Kunsthalle, Düsseldorf), curada por Jürgen Harten, lanza definitivamente a la palestra internacional al arte contemporáneo cubano y dos terceras partes de las obras expuestas son compradas por Peter Ludwig. 


Quedaba así nítidamente definido el “campo de consenso” para el arte cubano, cimbrado entre el nivel de permisibilidad y la internacionalización del arte. Con “El objeto esculturado”, el aparato policial cubano transgrede la supuesta autonomía del campo del arte para juzgar como criminal común a un artista por una acción artística dentro de una institución de arte; mientras que Kuba ok, abre para el artista cubano esa otra brecha seductora: la era del artista cosmopolita, con visibilidad internacional y acceso a la moneda dura. Son estas condiciones las que determinarán, grosso modo, las nuevas directrices del arte cubano hasta hoy. 


En su The Millennials Generation…, Píter Ortega (2016), prefigura una cartografía de lo que él da en llamar “La generación del milenio”. Ortega plantea algunos puntos a saber, entre ellos, el despropósito ético o crisis post-utópica; el sesgo transnacional o desterritorializado; y el mercado como el fin último, fundamento y meta de la creación.  Curiosamente, la raíz de estos postulados habría que localizarla justo en el cambio de giro o repliegue retórico que tiene lugar a principios de los noventa, con lo cual “la generación del milenio” más que ruptura tendría que ser entendida como la continuación lógica del arte finisecular en la isla. 


Por supuesto, tal nomenclatura es justificable en pos del registro de una tendencia específica (dominante, incluso, si se quiere) dentro del arte cubano más reciente. Quedan, sin embargo, fuera de esta aproximación otras zonas de interés, como, por ejemplo, esa otra magistralmente descrita por Mailyn Machado (2016), donde las dinámicas informales de la propia economía cubana infiltran el contenido artístico para convertirse en estrategia creativa.


Atrás había quedado el enfrentamiento por el liderazgo político librado por la práctica artística de los ochenta. Esta había conseguido probar que la permuta de fuerzas de uno a otro campo no alcanzaba a afectar la esencia del poder. Las nuevas obras, en cambio, se encaminarían a la desactivación de los dispositivos que este último había confiscado (p.210). 


Sin embargo, aún cuando esta y otras operatorias impliquen en su seno al “dispositivo crítico”, este emplazado en la “zona de consenso” termina por convertirse en puro “artefacto retórico” que gira sobre sí mismo (spin around itself): 


Este tipo de artefactos retóricos prevalecen todavía en muchas galerías y museos que profesan estar revelando el poder de la mercancía, el reino del espectáculo o la pornografía del poder. Pero dado que es muy difícil encontrar a alguien que realmente ignore tales cosas, el mecanismo termina girando sobre sí mismo y jugando con la indecidibilidad misma de su efecto. Al final, el dispositivo se alimenta de la equivalencia misma entre la parodia como crítica y la crítica de la parodia. Se alimenta de la indecidibilidad entre estos dos efectos. Esta indecidibilidad a su vez tiende a reducirse a una simple mise-en-scene paródica de su propia magia; lamentablemente, sin embargo, se ha hecho cada vez más claro que este modo de manifestación es también ese de la mercancía misma (Rancière, 1996). 


Desde el giro de los noventa, una gran parte del arte cubano, asume lo político como eso: mera puesta en escena. Esta tendencia sucumbe a “el síndrome de Marco Polo” (Mosquera, s.f). En estos casos, el arte se pliega, gentil, a las demandas del mecenazgo, ofreciendo esa dosis política que se espera siempre del contexto cubano. Sin lugar a dudas, no solo el estado sino el mecenazgo, como bien, advierte Haacke (1994), es una “forma sutil de dominación”. La excelente instalación Do you want to buy my misery?, de Luis Gómez, versa justo en torno al dilema de las expectativas del mercado y la obra de arte cubano. Atendiendo a lo antes descrito, podríamos afirmar que, a grandes rasgos, el arte cubano contemporáneo se debate entre dos antípodas: el “arte retórico y ese otro”, apuntado por Ortega, que caería en la categoría de “arte de aeropuerto”. 


En ocasiones, el silencio -esa larga tradición dentro del arte cubano- asoma como como una de las zonas más elocuentes. Aquí se inscribe, por ejemplo, “Nadie me vio partir”, en el Bienal de La Habana, en 2015, de José Luis Marrero, o la obra más reciente de Ernesto Leal y en específico su presentación como parte del proyecto “La Era Hans Haacke ha terminado”, en Procesual Art Studio, 2020, bajo la curaduría de Luis Gómez y su entrevista con Francois La Vallée para Hypermedia magazine. En todos ellos parece resonar aquella regla de oro de Alain Badiou: “Es mejor no hacer nada que contribuir a la invención de formas formales de hacer visible eso que el Imperio ya reconoce como existentes” (Badiou, 2003). 


Asistimos aquí a la renuncia de una voz vaciada de sentido, que entronca directamente con esa polaridad discurso-ruido, enunciada por Rancière y que reencarna el privilegio del logos dentro de la sociedad y, ligada a ello, el rol del artista como intelectual. 


El confort económico es también -tiempo es de admitirlo- un lastre para la libertad de expresión. No en balde, es justo la bohemia la que emprendió los cambios más revolucionarios en el arte. Uno de los grandes desafíos que enfrenta el arte político en Cuba es justo la falta solidaridad el sector artístico. Resulta aún más lamentable cuando el artista, consciente de su poder simbólico, hace uso de éste para desautorizar las propuestas que actúan desde el ámbito abiertamente político y que son blanco de la represión del estado totalitario cubano. En su conversación con Hans Haacke, Pierre Bordieu (2012) refiere a este grupo como los “falsos revolucionarios” (faux révolutionnaires): 


El campo artístico y el campo literario han conocido siempre de esos falsos revolucionarios que comienzan sus carreras por rupturas explosivas, en el campo político en particular, para terminar en el conformismo y el academicismo más profundos y que hacen la vida doblemente difícil a los verdaderos innovadores: en su fase ultra-radical, los “atacan” desde su izquierda como tibios y tímidos, incluso conformistas; en su fase conservadora, es decir después de su reversión, los “atacan” desde su derecho como irreductibles e irrecuperables, al tiempo que describen sus propias retracciones como atestaciones de libertad intelectual (p.23).


Esto se ha hecho evidente en múltiples ocasiones dentro del arte cubano reciente y, en específco, en torno a dos acciones concretas: “El Susurro de Tatlin 6” en la Plaza de la revolución durante 2014, de Tania Bruguera y el performance “La bandera es de todos” en 2019, de Luis Manuel Otero Alcántara. El caso más reciente, lo encarna Wilfredo Prieto (s.f) en lo que él define como “el efecto Ai Waiwei”. Justo Wilfredo Prieto es el estandarte por excelencia de ese arte desterritorializado, que cimbra la apertura del milenio. 


Habiendo sido justo este arte retórico el objeto de mayor atención por parte de la crítica, se ha soslayado la importancia de una tendencia cada vez más creciente dentro de las generaciones más jóvenes de artistas, donde destaca la reconfiguración del tejido social dentro de la comunidad artística y el sentido de fraternidad del gremio, donde confluye artistas visuales, cineastas, literatos, músicos, periodistas independientes y activistas. Esto se hizo palpable, primero, durante la arremetida contra Luis Manuel Otero Alcántara por su performance “La bandera es de todos”, y luego, a través de la reacción colectiva que provocó el Decreto-Ley 370, conocido también como la ley mordaza. 


Existe cada vez más una tendencia cuyo interés, mucho más modesto, en términos Rancièrianos, está dirigidas desde y hacia lo local. Aquí podríamos localizar, por ejemplo, proyectos como “Biblioteca para Lomo-lectores”, de Lester Álvarez, Kevin Ávila, Roman Gutiérrez Aragoneses, Santiago Díaz M. y Hector Antón, que conducirá, más tarde al proyecto editorial “La Maleza”; o la reciente intervención todavía en curso de Yornel Martínez en la casa de Dulce María Loynaz. Orientadas a zonas como la restitución de la memoria, o la activación de espacios dentro del entramado urbano, algunas de las propuestas más alternativas se declaran como arte de barrio, como es el caso de Art Brut Project, de Riera Studio, o con cariz más abiertamente político, el caso de “El Movimiento San Isidro”. Otras, reclaman como suyos los espacios arrebatados por la policía -entendida ésta en términos rancièrianos-, como son los casos de los proyectos como “Espacio Aglutuinador”, La peña de Jaruco o “Instituto de Artivismo Hannah Arendt” (INSTAR). Cada uno actuando desde zonas específicas como el arte, la literatura o el artivismo, buscan desde la “estética de la política” restaurar el logos dentro de la sociedad cubana.


Esta nueva oleada de cada vez más portentosa dentro del discurso intelectual cubano, a la que podríamos llamar post-milenial únicamente por haber emergido a la palestra pública a nivel grupal después de ese extendido padecimiento de “arte de aeropuerto”, es lo más genuino del arte contemporáneo cubano y demuestra que el mismo goza de muy buena salud.

Referencias 


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Vallée, F., Prieto, W. (s.f). No creo en definiciones. Hypermedia magazine. https://www.hypermediamagazine.com/arte/artes-visuales/el-bunker/wilfredo-prieto-no-creo-en-las-definiciones/ 

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