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FORO CUBANO Vol 5, No. 42 – TEMA: MEMORIA Y OLVIDO EN LA CUBA ACTUAL–

Recuperar la memoria social para construir el futuro

Vistas

Por: Hilda Landrove

Marzo 2022

La autora expone el papel del “olvido” como mecanismo de mantenimiento del proyecto totalitario cubano, resaltando la necesidad de recuperar la memoria social y transformarla en justicia y restitución de derechos para un mejor futuro

La recuperación de la memoria es necesaria para construir un proyecto de futuro; esta es una verdad que puede ser reconocida a partir de la propia experiencia y de la observación sistemática de diversos procesos sociales, en particular en los casos históricos en que se cometieron actos de violencia masivos. En un primer nivel, conocer el pasado puede servir para saber en qué dirección no queremos ir o qué vale la pena evitar que se repita. Es por eso que, los sitios donde ocurrieron crímenes de lesa humanidad, como los campos de concentración nazis, suelen volverse museos. La lección de la memoria es ahí transparente: Para que nunca vuelva a repetirse. La posibilidad de no repetirse requiere no solo del recuerdo sino de una sistematización que va más allá de la rememoración y la recuperación, para la memoria colectiva, de los sucesos y los procesos. Requiere comprender las dinámicas y las lógicas que crearon las condiciones para la existencia de esos fenómenos que no deben repetirse. 


En el totalitarismo, la recuperación de la memoria es una tarea esencial sin la cuál es imposible avizorar siquiera la posibilidad de instaurar otra realidad social. La producción de una memoria oficial que se concatena con las narrativas estatales es acompañada de la producción del olvido social; el olvido y la memoria no pueden ser pensados de forma separada. Exigen ser pensados también desde dos posiciones diferenciadas, la del Estado totalitario y sus mecanismos de reproducción y la de la sociedad civil. Sin embargo, esta distinción entre Estado y sociedad civil, que pudiera parecer transparente en regímenes con democracias funcionales o medianamente funcionales, no lo es en regímenes totalitarios. 

 

Por una parte, la existencia de formas de organización al margen del Estado está severamente limitada por la propia configuración política del totalitarismo. Más que organizaciones que existen con independencia del Estado por la voluntad de sus miembros y que pueden funcionar como contrapartida de la agencia estatal, lo que hay son organizaciones de composición masiva que funcionan como poleas de transmisión entre la sociedad y el mando estatal. La existencia misma de formas de organización civil -incluso aquellas que pudieran ser más comunitarias, locales y/o restringidas a demandas de sectores sociales específicos- está restringida de manera severa y es criminalizada y penalizada. Tal configuración social no puede lograrse sin un ejercicio sistemático de la violencia política que ha producido, durante décadas, prisioneros políticos, exiliados, condenados a muerte y una larga serie de violaciones de derechos humanos que tiene actualmente, con las condenas de los manifestantes del 11 de julio de 2021 (arbitrarias, de carácter ejemplarizante y en procesos de total opacidad), un ejemplo visible. 

Este contexto estructural y la violencia asociada a su sostenimiento, implica que la primera capa de memoria que se hace necesario recuperar sea la de las víctimas del régimen. En este sentido, esfuerzos como el de Archivo Cuba o la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional (CCDHRN), han resultado fundamentales. Como ha señalado recientemente Camila Rodríguez (2021), la labor del activismo archivístico será fundamental en un eventual proceso de restitución de derechos en el marco de una justicia transicional.


Por otra parte, el totalitarismo es un tipo de régimen que requiere de la participación, por colusión, coacción o interés, de la mayor parte de la población. Esta característica, que los estudiosos de los totalitarismos destacan como uno de sus indicadores principales -ver por ejemplo Arendt (1974)-, es frecuentemente pasada por alto cuando se analizan, desde afuera, fenómenos tales como las demostraciones de apoyo masivo que impregnan la ritualidad de masa propia de estos regímenes. El involucramiento en los rituales de reproducción social totalitaria, que puede ir desde la inevitable participación en marchas conmemorativas del 1ro de mayo y diversos actos de reafirmación revolucionaria hasta su contraparte, los actos de repudio, o más allá de ese involucramiento como ciudadano común a la ocupación de posiciones activas en el sostenimiento de las narrativas del régimen o en el aparato represivo, genera zonas de desmemoria que complejizan el papel del olvido dentro de la memoria social en el totalitarismo. Determinar el grado de participación y responsabilidad en el sostenimiento de la violencia de Estado y las violaciones de derechos humanos por personas específicas -fundamentalmente aquellas en posiciones decisoras- será fundamental en un proceso de eventual justicia transicional, y aquí los mecanismos del olvido social son un elemento para considerar.

 

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Una anécdota breve puede ilustrar cómo funcionan los mecanismos del olvido que se producen en relación con el involucramiento en los rituales masivos de reproducción totalitaria. Durante la oleada represiva que siguió al 11 de julio de 2020, una madre preocupada por su hijo, que no había participado en las manifestaciones, pero mantenía una consistente postura de oposición política al régimen, lo llamó preocupada para conversar y pedirle que se protegiera. La protección consistía en que saliera de las redes sociales y no hiciera comentarios o publicaciones en ellas “hasta que la cosa no se calmara”. Como muchas madres, estaba asustada por lo que pudiera ocurrirle y no dudó en contarle que ella había vivido los sucesos del Mariel en 1980 y había visto los actos de repudio que se hacían contra quienes querían irse del país. En el contexto de la conversación ese comentario -me contaba luego el amigo protagonista de la anécdota- indicaba claramente que sabía muy bien a qué niveles podía llegar el gobierno con tal de librarse de la oposición y de cualquier acto de crítica o descontento. El reconocimiento de ese saber y la evidencia de este (la violencia atestiguada décadas antes -cuando una aglomeración en la embajada de Perú desató una serie de sucesos que condujeron al éxodo masivo de 1980)  habían sido suprimidos, sin embargo, hasta que sucesos similares y la percepción de peligro en que se encontraba su hijo, hicieron detonar la memoria. 

 

El evento anecdótico es ilustrativo. La memoria de la violencia desatada y ejecutada por personas enardecidas contra quienes decidían abandonar el país, incitados por la propaganda gubernamental que identifica a quienes querían irse como eran enemigos, “gusanos”, es una que fue suprimida por muchos de los participantes. En aquellos actos de repudio ocurridos en 1980 participaron miles de personas y aunque su diseño era centralizado, se ejecutaban a nivel local, de barrio, organizados desde los Comité de Defensa de la Revolución (CDR). Es poco probable que hoy alguien cuente con orgullo que golpeó, gritó, arrastró a una persona o tiró huevos a su casa, pero es muy probable que muchas personas que eran ya adultas en 1980 lo hayan hecho. El olvido, o al menos la supresión de cualquier manifestación de la existencia del recuerdo, funciona aquí como un mecanismo psicológico de defensa para conservar cierta integridad ética después de participar en actos de violencia. Es también un indicador de que, aún imbuidos del “entusiasmo” y el “fervor” revolucionario que deben caracterizar la acción contra ‘el enemigo’ según se enseña en el sistema educacional y se repite en los medios oficiales, los participantes reconocen la violencia y la ilegitimidad de tales hechos. En el campo social, este olvido en cierto sentido autoinducido funciona como una garantía de reproducción de sucesos semejantes. Es por ello, entre otras razones, que los actos de repudio pueden retomarse y tener un resurgimiento como forma de supresión violenta de la presencia social del descontento y la disidencia cuando ese descontento alcanza niveles notablemente visibles. 

No hubo nunca -y la que ha emergido recientemente como crítica y negación abierta a los actos de repudio proviene justamente de una discusión pública que ha ido creciendo a pesar de las pretensiones de control del régimen del discurso público- una reflexión colectiva sobre tales hechos que permitiera identificarlos como violencia y desmontar sus lógicas constitutivas. Esas lógicas continúan de hecho reforzándose a través de la propaganda que identifica a los disidentes como parcialmente humanos, enemigos, traidores y mercenarios, merecedores de una legítima violencia revolucionaria sustentada en el derecho de la revolución a defenderse o, más recientemente en el discurso oficial, el derecho del Estado a defenderse. La construcción de olvido producida sistemáticamente por los agentes del Estado ha sido reforzada en este caso con la necesidad de olvidar, o al menos enviar a un sitio no accesible de la memoria, la participación colectiva en la violencia del Estado. Tal olvido no es, sin embargo, completamente posible pues la ocurrencia de sucesos total o parcialmente similares (en este caso las manifestaciones del 11 de julio de 2021) activa la memoria de forma que hace posible, aunque sea de manera indirecta a través de consejos, reconocer la conciencia de vivir en un régimen que se reproduce a través de la violencia estatal organizada. Sobre cómo se construyó la imagen del enemigo que hizo posible la violencia de los actos de repudio en 1980, recomiendo la lectura de El cuerpo nunca olvida. Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980), de Abel Sierra Madero (2020), de reciente publicación.

Esta es solo una de las tantas dimensiones que constituyen el olvido y lo vuelven funcional al sostenimiento del proyecto totalitario; una que evoca la porosidad de los límites entre lo que se intenta imponer como olvido “desde arriba” y lo que se constituye como olvido en tanto mecanismo de supervivencia psíquica en un régimen en el que hay pocas vías de escape a la participación en las dinámicas exigidas por el poder. No es en ningún caso, sin embargo, una que podría servir para excusar responsabilidades. La justicia transicional, que requiere de la restitución de la memoria para poder operar, tiene siempre el reto de distinguir entre la colusión implícita de la que la mayoría de la población participa en un régimen totalitario y la participación conciente, en particular si esa participación ocurre en el aparato represivo y en cargos con acceso a la toma de decisiones. De que la memoria pueda ser articulada y transformada en justicia y restitución de derechos, dependerá en gran parte la sociedad que será posible construir en el futuro. 



 

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