TEMA: COVID-19
Nosotros, los de ahora, no creemos en lo mismo
Por: Camila Acosta Rodríguez
Abril 2020
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“Ser o no ser”, al igual que Hamlet, era esa mi cuestión cuando en el año 2018 trabajaba para el Canal Habana, una televisora provincial del oficialismo cubano. “¿Qué es más elevado para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?”. ¿Continuar escalando en el gremio a base de mentiras y manipulaciones o, por el contrario, tomar partido contra ellas?
Mi ruptura con los medios de prensa oficialistas comenzó así, siendo un asunto de vergüenza, de ética profesional y de responsabilidad ciudadana. Los libros, la realidad social y la información censurada en el país que, en ese entonces, comenzaron a llegar a mis manos, fueron los causantes de los cuestionamientos y el desapego definitivo con esa ideología que, desde que nacemos, nos imponen a todos los cubanos.
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Una luz mortecina alumbra desde el pasillo y se refleja en la piel sudorosa de las personas hacinadas, famélicas, el rostro de la total indefensión. El calabozo es ese lugar húmedo, pestilente y lúgubre que la policía política usa como tortura física y psicológica; una de las herramientas con las que intentan amedrentarnos y hacernos volver al redil. En menos de una semana me encerraron dos veces en una de esas ergástulas.
Poco más de seis meses llevaba trabajando como periodista independiente y ya la Seguridad del Estado (SE) tenía puesta su diana sobre mí. Les abrieron la reja a sus perros que, feroces, salieron a la cacería. Su intimidación fue en aumento: primero la regulación de salida, es decir, impedirme viajar al exterior para participar en eventos y capacitaciones internacionales (lo cual han aplicado a más de 60 periodistas independientes en el país); luego vinieron las citaciones policiales para “conversar”: “yo sé técnicas de defensa personal y me voy a ver obligada a aplicártelas si continúas con esas actividades subversivas”, me espetó una oficial de la policía en uno de estos conversatorios.
Más adelante, fue la etapa de la captación, de proponerme infiltrarme en los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, como agente de la SE, o convertirme en informante, delatando al resto de mis colegas o las iniciativas disidentes, a cambio de no molestarme con el constante hostigamiento.
Ante mis verticales negativas a cada una de sus propuestas, pasaron a la fase de la confrontación. Fue entonces que conocí una celda, que fui desalojada de la vivienda que rentaba porque amenazaron a los dueños luego de multarlos con una excesiva suma; fue, a partir de aquí, que supe lo que significaba tener todo un cuerpo represivo detrás, lo que era un sádico y cínico interrogatorio con los agentes de la SE.
“Evasión de presos o detenidos”, “violación de domicilio”, “usurpación de funciones públicas” y “permanencia ilegal en La Habana”, son algunos de los “delitos” que, sin pruebas o testigos, ya engrosan en la actualidad mi “expediente criminal”.
Por usurpación de funciones públicas, porque el periodismo independiente no tiene personalidad jurídica en Cuba, “te podemos condenar de uno a tres años de privación de libertad”, me explicó el represor Alejandro, de la SE. Por no trabajar ‒con el Estado cubano‒ “tendrás que ir mensualmente a firmar en el sector de la policía y, si en nueve meses sigues comportándote como hasta ahora, te aplicaremos la peligrosidad predelictiva; pero no irás a la cárcel, porque nosotros lo que queremos es limpiar las cárceles; lo que te toca es trabajo correccional sin internamiento, y en lo que más se necesita: limpiando pisos o calles. Así que, o entras por el aro, o ya tú verás”, agregó.
El oficial parecía muy decidido a convertirse en mi peor pesadilla, como él mismo manifestó en las más dos horas de interrogatorio. En ese momento, en aquel cuarto de dos metros cuadrados en el que nos hallábamos encerrados, resumió lo difícil que haría mi vida si no dejaba de hacer periodismo o abandonaba del país. “Y todo esto que te voy a aplicar a partir de ahora es porque estás haciendo, no bien, sino muy bien tu trabajo”, apuntó.
También como parte de mi “historial criminal”, me impuso tres mil pesos de multa (120 dólares) y el decomiso del teléfono celular, por violar el Decreto-Ley 370, artículo 68, inciso i, el cual estipula que se considera una contravención asociada a las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones: difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas. Por supuesto, este acápite tan ambiguo, se usa para escarmentar a todos los que disentimos.
Como prueba de este delito, los inspectores del Ministerio de Comunicaciones, bajo las órdenes de Alejandro, me presentaron tres publicaciones mías en Facebook; una de ellas era un video de una masiva cola en La Habana para comprar pollo en medio de la crisis por la COVID-19.
El agente me advirtió además que me arrestaría cada vez que saliera de la casa y, si tenía celular, me lo volvería a decomisar y a aplicarme los tres mil pesos de multa. “Contigo va a ser al duro y sin guantes”, señaló.
No satisfecho aún con la cuota de amenazas, insistió: “Y cuando salgas de aquí, voy a llamar a mis colegas de la Isla de la Juventud para que hagan su trabajo por allá, para que visiten a tu familia, sabemos que tus abuelos están delicados de salud, y lo que les pase a ellos, a partir de ahora, será tu culpa”.
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“Si los demás dicen mentiras, repítelas tú también”. “Te han lavado el cerebro. Tú no vas a cambiar nada de la realidad ni de la política en Cuba”. “Lo mejor es que te vayas del país, aquí no tienes futuro”. “Tú solo piensas en ti, no en tu familia; me vas a matar de disgusto”. Las frases de familiares y amigos han sido siempre las mismas: tajantes y dolorosas.
El miedo en este país es casi patológico, genético. Las generaciones de mis padres y abuelos son esas que lucharon por el “ideal revolucionario”, esas a las que engañaron, adoctrinaron y, a la par, intimidaban y escarmentaban con los fusilamientos masivos, los actos de repudio, las golpizas, las humillaciones y los encarcelamientos a todos aquellos que pensaban diferente.
Todos los disidentes eran gusanos, lumpen, mercenarios, traidores, contrarrevolucionarios y, por tanto, “no los queremos, no los necesitamos”, dijo Fidel Castro en una de sus alocuciones, incitando al odio y la confrontación. Por muchos años, los defensores de los derechos humanos o los que han disentido del régimen cubano, han sido tratados peor que asesinos o pedófilos. Callar, hablar bajito, que nadie se entere, “no estoy de acuerdo con lo que sucede, pero soy revolucionaria, que quede claro”, es la salida ante miedo, ante la segura represión.
“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, escribió Pablo Neruda; en este caso, nosotros, los de ahora, ya no creemos en lo mismo, ya no permitimos que nos arrastren ídolos ni ideologías falsas, mezquinas, atroces. El miedo de las generaciones anteriores, aunque se ha trasmitido a la nuestra, es diferente, es como una fiebre que va bajando gracias al acceso a la información, a la posibilidad de denunciar, ante la comunidad internacional, las arbitrariedades que comenten los represores de la SE y, en gran parte, al hastío, el desengaño y la desesperanza del pueblo.
El internet se ha convertido en la peor amenaza para la dictadura en Cuba, a la par que facilita el trabajo de los periodistas independientes. En los últimos dos años en la nación cubana se vive un proceso de rupturas, de confrontación con las ya arcaicas normas que se impusieron en 1959.
El Cuarto Poder, es ese el mayor enemigo del régimen en Cuba actualmente. Por eso el asedio constante a la prensa independiente, a los que, de alguna manera, hacen periodismo ciudadano desde sus teléfonos celulares: graban o hacen fotos, y luego las suben a las redes sociales. Por eso el Decreto-Ley 370 ‒más conocido como Ley Azote‒ y las legislaciones complementarias, porque intentan regular el único resquicio de libertad al que hemos tenido acceso los cubanos en los últimos años: internet.
Muestra de ello es, además, que, mientras escribo estas líneas en el Día Internacional de la Libertad de Prensa, el régimen me haya bloqueado el acceso a internet para así mantenerme al margen de las denuncias internacionales y de las exigencias de libertad para el periodista independiente cubano Roberto Jesús Quiñones Haces, actualmente en prisión por ejercer el oficio.
Todo esto forma parte de cambios de estrategias de la dictadura para lograr sobrevivir, esas que hemos solido ver en las etapas de ocaso de los regímenes totalitarios, es algo así como “el pataleo del ahorcado”. Ante la asfixia, aumentan la represión y hasta los asesinatos pero, inevitablemente, caen; porque llega el momento en que la rebeldía es proporcional a la represión, hasta que la sobrepasa.
Mi generación es esa que fue condenada, desde antes de nacer, por una ideología y un sistema fracasado. Sabemos las consecuencias de enfrentar a una dictadura con el rostro descubierto, de plantarse ante un poder militar, tan solo con la verdad y la justicia. Pero lo hacemos porque callar, bajar la cabeza, nos parece peor castigo, porque preferimos ir a un calabozo, a la cárcel, aguantar las golpizas, los secuestros, e incluso morir… que vivir como cobardes el resto de nuestras vidas. Esa es nuestra cuestión.