FORO CUBANO Vol 3, No. 22 – TEMA: ARTE Y LITERATURA –
Los multiversos de las palabras
Por: Sergio Alzate
Julio 2020
Vistas
A través del tiempo, la humanidad se ha preguntado una y otra vez acerca de los límites del horror. No solo aquellas historias de terror y miedo plagadas de monstruos inverosímiles y criaturas deformes, demoníacas: el horror en cuestión, narrado y representado por la literatura, las artes plásticas, el teatro, el cine y demás expresiones artísticas es aquel que surge del hombre hacia el hombre. Violencias que, tras el estallido de guerras, revoluciones o tragedias nacionales se convierten en paisaje cotidiano y en políticas de Estado destinadas a controlar, destruir y desaparecer a poblaciones específicas.
¿Cómo olvidar el filoso y escalofriante Guernica de Pablo Picasso? ¿De qué manera obviar los libros de Primo Levi en los cuales disecciona su paso por los campos de concentración nazi? ¿Es posible omitir el relato del español Jorge Semprún quien luchó contra el fascismo europeo durante la primera mitad del siglo XX y fue su víctima? ¿Qué sería de nuestro acervo humano sin la monumental Vida y destino de Vasili Grossman, cuya mirada hace un paneo de aquel horror llamado Segunda Guerra Mundial? ¿Acaso Mo Yan en sus novelas, tan humorísticas como oscuras, no narra lo que costó la reeducación de la Revolución China en términos de dolor, pérdidas y muerte? ¿Una película como La noche de los lápices (reducida a veces como un simple film de bachillerato) qué dice de Latinoamérica y sus dictaduras sangrientas?
Al anterior párrafo debería sucederle un larguísimo etcétera, capaz de recorrer toda la historia humana. En vez de eso, lo sigue una historia sobre uno de los todavía más enigmáticos sucesos del siglo XX, que aún hoy está por narrarse en su totalidad: la Revolución Cubana. Si bien existe una producción artística y cultural sobre sus consecuencias, métodos y excesos, mucho de esta está revestida de un tremendismo que impide saber a ciencia cierta cuánto de mito hay. Porque las obras panfletarias no son únicamente aquellas que nacen desde la izquierda: el panfleto de derechas y antirrevolucionario también existe (aunque esto no quiere decir que no haya productos culturales relevantes y con un valor artístico y humano altísimo: Antes de que anochezca de Reinaldo Arenas es una lectura obligada, así su tono sea abiertamente anticastrista; o, de forma más reciente, Carlos Manuel Álvarez desde la literatura y el periodismo se ha encargado de narrar su isla sin el apasionamiento de quien está en contra o favor: su generación tiene otros ojos y otro entendimiento de la Revolución y sus consecuencias).
Pero, analizando lo que ya existe y se ha escrito sobre el tema, un libro que forma parte de este panorama es Dios no entra en mi oficina de Alberto I. González Muñoz. El autor es un pastor evangélico y dirige un espacio radial en la emisora Radio Transmundial. Y también, en el año 1965, cuando la reeducación del proyecto revolucionario se extendía por toda la isla, fue recluta del ejército. Aunque esta última afirmación no es del todo exacta, él y otros once seminaristas cristianos fueron enlistados a la fuerza.
Justamente, la ambivalencia de las palabras, su camuflaje semántico y su capacidad de crear realidades según quien las use, son algunos de los puntos más interesantes de Dios no entra en mi oficina. Narrado a través de los recuerdos de González Muñoz (recuperados y revisitados a través de un archivo de cartas de la época que envió a su esposa), el libro pone en duda la versión oficial de que él y todos aquellos que hicieron parte de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) fueron reclutas que necesitaban ser reeducados. Porque, al final, padecieron los rigores, los tratos y el encierro (guardando las proporciones, claro está) de aquellos que en distintas geografías y tiempos fueron aprisionados y puestos a disposición en campos de concentración.
Las UMAP fueron concebidas como uno de los proyectos estrellas de la Revolución Cubana. Su idea era simple: crear unidades militares, compuestas por todos aquellos que no eran aptos para el ejército, capaces de impulsar la producción nacional. Sobre todo de la caña de azúcar, uno de los productos insignes cubanos (vale la pena al respecto leer el magnífico ensayo de Fernando Ortiz Fernández, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar). Así, lograban estimular la economía de una nación y reeducar en los conceptos revolucionarios a una población que, por unos u otros motivos, se consideraban contraria al ideal.
En un artículo del 14 de abril de 1966 (citado en el prólogo por el autor del libro) del periódico Granma, el medio oficial del Partido Comunista Cubano, se puede leer lo siguiente: “todo joven debe pasar como un honroso deber el servicio militar, como un modesto aporte a la defensa de la patria; unos lo harán en las unidades regulares; otros mientras estudian (...) y otros en la ayuda a la producción a través de las UMAP”.
Sin embargo, entre la teoría y la realidad pareció haber una distancia insalvable. Escribe González Muñoz: “todo parecía haber sido concebido con el único propósito de hacer la vida más difícil, complicada e insoportable”. Después de ser citado con sus compañeros evangelistas sin explicaciones, subidos a un tren con destino desconocido, privados de alimentos durante mucho tiempo y encerrados en un campo en condiciones lamentables (paralelos difíciles de obviar con otras historias que, si bien mucho más sangrientas y mortíferas, existieron y existirían en otros lugares del mundo). A pesar de que Fidel Castro, en un discurso de 1965, aseguró que las UMAP serían ejemplo de la reeducación cubana, el autor afirma: “los métodos en las UMAP no estuvieron a la altura de sus propósitos y la poca diferenciación que se tuvo sobre los diferentes sectores, sus necesidades y características, acrecentó el impacto negativo”.
Esta última cita es importante, sobre todo por el multiverso semántico propuesto por el libro, porque los diferentes sectores a los que hace referencia Alberto I. González Muñoz fueron englobados bajo un único término: lacra social. Una lacra social era un comodín para categorizar a todos aquellos que resultaban incómodos para el nuevo gobierno revolucionario cubano: homosexuales, ladrones, ‘vagos’, mendigos, pero también clérigos (sus enseñanzas religiosas rivalizaban con el credo de la Revolución) y categorías más difíciles de definir y que parecía (el libro no lo deja claro en ningún momento) disidentes castigados. Y, sin importar a cuál categoría pertenecía cada quién, existía la posibilidad de sufrir maltratos físicos, privaciones alimenticias o trabajos forzados de hasta 18 horas.
De este modo, y a través de 14 capítulos y un epílogo, González Muñoz narra su experiencia. No a modo de ficción, sino de la forma más fidedigna posible y buscando nuevos significados para palabras que le parecían grandilocuentes pero que en las UMAP adquirieron una dimensión más pequeña y, por lo tanto, humana: compasión, amistad, cariño, amor, fe. Este es el diálogo de un hombre que necesita entender un nuevo lenguaje en un nuevo contexto.