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FORO CUBANO Vol 4, No. 38 – TEMA: PROPUESTAS PLURALES PARA UNA TRANSICIÓN EN CUBA–

El candidato privilegiado de los medios de comunicación

Por: Alejandro Cardozo Uzcátegui
Noviembre 2021

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El artículo se ocupa de analizar el rol de los medios de comunicación en los contextos democráticos, poniendo especial atención al caso de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX con el posicionamiento de John F. Kennedy sobre Richard Nixon

Al pensar en la democracia de un país, se cree que la actuación de los medios de comunicación, en absoluta libertad, los transforma en garantes del sistema; que señalar, criticar, controvertir en torno a un personaje hasta las últimas consecuencias, es una acción natural de la democracia. No es así: la democracia permite que esto ocurra sin consecuencias judiciales, sin embargo ¿hasta qué punto los medios en su demostración de poder inexpugnable, ayudan a vigorizar las instituciones democráticas en tiempos de crisis?

En la campaña electoral entre Richard Nixon y John F. Kennedy podremos explicar el papel de los medios de comunicación durante un proceso de crisis social, donde los medios adquieren un poder y una responsabilidad tremendos para cambiar el curso de la democracia de un país. “Con un gran poder viene una gran responsabilidad”, nos advirtió hace años el Hombre Araña.

Escogimos a estos dos políticos estadounidenses porque ellos explican fenómenos contemporáneos y locales que vivimos hoy. Paul Johnson, uno de los mejores historiadores de hoy, dice que “los sesenta fueron una de esas engañosas décadas en las que se consideraba que la novedad era lo más importante (…) hombres y mujeres por lo general circunspectos, que alguna vez habían hecho de la prudencia una virtud, cometieron estupideces durante esos años”. Esa década fue la invitación de los medios de comunicación y sus formas culturales de acción a desconocer todo tipo de autoridad y de jerarquía funcional. La democracia más antigua del mundo moderno pendió de un hilo durante esa década. Y, precisamente, los valores fundacionales de la democracia estadounidense se estaban perdiendo bajo la consigna de destruir todo para crear un nuevo Estados Unidos.

Dos jóvenes competían por la presidencia, Nixon de 47 años y Kennedy de 43. Nixon había tenido una carrera política brillante: había servido sin tachadura en la Armada durante la II Guerra Mundial, diputado en la Cámara de Representantes y en el Senado, fue por 8 años el vicepresidente de Eisenhower, donde adquirió una envidiable experiencia en las relaciones internacionales, durante un tiempo político que exigía ese know how por tratarse de la Guerra Fría contra el imperio soviético en plena expansión. Sabemos que la expansión soviética pretendía como último fin de su política exterior, socavar las bases de las democracias y los sistemas liberales alrededor del mundo a través del método revolucionario. De su basta herencia hoy solo sobreviven Cuba, Corea del norte, China, Vietnam, Myanmar, Camboya, entre otros reductos residuales como la extemporánea revolución en Venezuela, país gobernado por un autoritarismo que está desintegrando a su población.

Kennedy, con una carrera menos brillante que Nixon, y desde luego, con mucho menos experiencia en política exterior, era el favorito de los medios estadounidenses. Nixon se había hecho a pulso: el clásico hombre “hecho a sí mismo” –vieja virtud de la democracia igualitaria estadounidense–, venía de una familia desconocida pero honorable, de orígenes humildes. Estudió derecho en una universidad que no estaba de moda y su cuesta al éxito fue durísima. Kennedy fue el producto de su padre, un influyente magnate heredero de una fortuna de contrabando de licores durante la prohibición (ley seca que duró desde 1920 hasta 1933). Por ello los Kennedy se relacionan con la mafia estadounidense, directamente con Frank Costello y Doc Satcher, que apoyaron su candidatura con dinero y con el poder sindical de entonces.

Sin embargo, los medios escogieron a Kennedy, a su imagen beatificada por una autoconstrucción basada en apariencias. Libros escritos por terceros que firmaba John Kennedy (como Why England Slept) y los distribuía la poderosa red de su padre, quien llegó a comprar 40.000 ejemplares para que los periódicos aclamaran el éxito de venta de las ideas políticas de su hijo. Se contrataron escritores para que escribieran hagiografías heroicas del joven Kennedy (como el libro de James McGregor John F. Kennedy, un perfil político), así como un ejército de articulistas clandestinos a sueldo que escribían artículos de análisis político en su nombre.

Los medios de comunicación desde el principio se propusieron acabar con la imagen de Nixon. Desde su victoria en 1950 sobre la izquierdista liberal Helen Gahagan, a quien la plasmaban como víctima política crucificada por Nixon en la “cruz del anticomunismo”. Helen Gahagan estaba casada con el actor Melvyn Douglas, con lo que la maquinaria de Hollywood se empeñó en destruir a Nixon, hasta nuestros días. Quien no conoce la vida de Nixon, y solo se queda con lo que los medios publican, termina odiando a un personaje de los Simpsons, no al brillante político de la Distensión, de la firma de la limitación de armas atómicas con la Unión Soviética, el artífice de la paz con Vietnam, el estadista que abrió China.

Tenemos entonces que Nixon, quien hubiera sido un héroe americano según el paradigma histórico estadounidense anterior, en los años sesenta lo retrataron como un hombre sediento de poder, trepador y ambicioso. En cambio Kennedy, bendecido por los medios y por un enorme circuito de periodistas liberales, ha trascendido como la promesa incumplida de Estados Unidos.

Ese temible juego mediático puso más en riesgo a la democracia de Estados Unidos durante los años sesenta que el escándalo posterior de Watergate: escándalo sobredimensionado por la poderosa maquinaria mediática de la costa este. La nueva juventud de esa década intentó demoler las instituciones históricas de ese país. Ocurrieron hechos que hoy se repiten con más virulencia con la Interseccional y el derrumbamiento de estatuas fundacionales de la democracia más antigua del mundo moderno.

El sentido común es la vacuna para proteger el frágil sistema democrático, que puede ser atacado varias veces por el mismo virus sin crear inmunidad. El sentido común se fortalece revisando con cuidado la historia, pero en este sentido los medios de comunicación juegan un papel clave: cómo revisan la historia ¿para fortalecer el sistema democrático o para beneficiar una línea editorial que amplifique los números de la audiencia? Es decir ¿por vigorizar la democracia o por el dinero de los anunciantes?

No pretendemos advertir aquí que la democracia estadounidense está por desmoronarse, no. Solo que en el venidero año de 2024 serán las elecciones presidenciales en Estados Unidos y es conveniente revisar su historia electoral para saber que la “verdad” es circunstancial, y ahí es donde recae una fuerte porción de responsabilidad democrática en los medios de comunicación.

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