FORO CUBANO Vol 6, No. 65 – TEMA: EL FANTASMA DEL AUTORITARISMO EN LA REGIÓN Y LAS NUEVAS FORMAS DE GOBIERNO
Ucrania y Occidente: el tiempo que sea necesario
Por: César Santos Victoria
Febrero y marzo 2024
Introducción: una época de claroscuros
Muy pocas buenas noticias y eventos deseables han dejado tras de sí la invasión rusa a Ucrania. Dos años después de la encarnizada ofensiva, es fundamentalmente una mezcla de convicción, esperanza y resistencia —mayoritarios en la sociedad ucraniana, variables en el resto de sus aliados— lo que mantiene a flote la moral de quienes identificamos en esa causa un reflejo de los más universales principios de paz, justicia y libertad.
Variadas y ambivalentes son, pues, las coyunturas que orientan el conflicto. El año 2022, primer episodio, mostró a los intereses anexionistas de Putin la imposibilidad material de erradicar a Ucrania y su cada vez más robusta identidad nacional. El temprano desistimiento por tomar Kiev, las derrotas navales en el Mar Negro y la heroica liberación del óblast de Járkov, fueron, entre otros felices ejemplos, señal de que los ucranianos estaban preparados para defender su patria, aun contra el más brutal de los imperios contemporáneos.
Otra suerte, no obstante, trajo consigo el año recién terminado. En una de las más violentas disputas que ha dejado el curso de la guerra, Rusia logró una importante victoria militar: la ocupación plena de Bajmut. Luego de la caída de esta ciudad oriental, un calvario iniciaba para la nación invadida. Pese a haber conseguido los tan ansiados cazas F-16i, la última mitad del 2023 implicó para Ucrania un encadenamiento de dificultades, desde el conflicto comercial con Poloniaii, hasta el desabastecimiento crítico de municiones.
La circunstancia actual, como el curso general de la guerra, expresa una suerte de claroscuros para Ucrania —y, por ende, para todo el mundo occidental—. El secuestro de la política exterior estadounidense a manos de una facción iliberal republicana y la crisis de desabasto en el ejército ucraniano —cuya más inmediata consecuencia ha sido la derrota en Avdivka— muestran, entre otros hechos, las dificultades que hoy se ciernen con particular rigor sobre la nación invadida. En contraste, algunas muestras inéditas de respaldo que trascienden a lo meramente discursivo, manifestadas por una Europa en apariencia convencida de asumir la seguridad ucraniana como la suya propia, mantienen viva la ilusión en Kiev sobre una futura contraofensiva exitosa y, aún más, sobre el establecimiento de garantías a largo plazo traducidas en su integración plena a las instituciones del orden liberal internacional. A saber, la Unión Europea y la OTAN.
Semejantes acontecimientos también han infundido cierto ánimo pesimista en diversos sectores. El discurso occidental de respaldo a Ucrania por el tiempo que sea necesario, decayó en su entusiasmo retórico y, sobre todo, en su coherencia práctica. Los medios e intelectuales llegaron a hablar, con progresivo interés, acerca de una supuesta fatiga en el apoyo financiero, militar y humanitario a Kiev, así como de un estancamiento en el curso de la guerra, sobre todo en la contraofensiva ucraniana. Algunos analistasiii favorables al país invadido sugirieron, incluso, iniciar negociaciones de paz a cambio de concesiones territoriales al invasor.
Cuadro de textoPor si fuera poco, la geopolítica, ahora desde Occidente, está haciendo su trabajo —a favor de Rusia—. Desde diciembre pasado a la fecha, el Congreso estadounidense, de mayoría republicana, ha logrado anular en varias ocasiones un paquete de ayuda militar propuesto por Joe Biden. Arguyendo motivos nacionalistas —la preeminencia de la seguridad fronteriza— y mimetizando estratagemas electorales, el trumpismo amenaza con bloquear definitivamente la iniciativa que contempla varios billones de dólares en apoyo a Ucrania, Taiwán e Israel.
Cuadro de textoCon decisiones semejantes Rusia se ha empoderado. Además de la desidia occidental, los también autocráticos aliados de Putin brindan a su ejército suministros varios, desde los misiles norcoreanos, hasta los drones iraníes, orientados todos a destruir Ucrania. Mientras tanto, los invadidos siguen a la espera de municiones y escudos aéreos para defender su patria. La posibilidad —cada vez mayor— de una victoria rusa está agotando el tiempo que sea necesario para sostener, desde Occidente, a la Ucrania independiente y soberana.
Infausto signo de ello es la reciente caída de Avdivka, ciudad con valor estratégico que hoy permite al ejército ruso controlar la provincia de Donetsk y acercarse hacia uno de sus principales objetivos militares: la anexión completa del este ucraniano, desde Járkov —colindante con Rusia en la frontera norte— hasta Crimea —en las costas del Mar Negro—. Esta importante derrota puede entenderse como consecuencia directa de la incumplida promesa europea por entregar municiones a Kiev —realizada desde marzo del 2023—, así como del ya mencionado boicot republicano.
En semejante contexto se desarrolló la más reciente Conferencia de Seguridad Múnich y una nueva gira por Europa Occidental de Volodimir Zelenski. Como lo ha hecho con firmeza desde inicios de la guerra, el presidente ucraniano llevó a sus principales aliados europeos las demandas más apremiantes del campo de batalla, las cuales fueron, tal parece, atendidas positivamente por Emmanuel Macron y Olaf Scholz. Aprovechando cierto ímpetu expresado por la Unión Europea —a través del alto representante Josep Borrell y otros líderesiv—, Zelenski consiguió formalizar acuerdos bilaterales de seguridad a largo plazo con Alemania y Francia, los cuales se suman a uno previo firmado con Inglaterra.
Ante varios ojos, este podría ser el primer paso en el compromiso íntegro de Ucrania con la OTAN. El presente artículo intentará, pues, llevar a cabo un balance del apoyo occidental hacia la causa ucraniana, concentrándose en las implicaciones que el renovado activismo europeo, así como el bloqueo republicano y la amenaza de Trump, podrían tener para el aún incierto futuro de la nación invadida, quien se disputa, a dos años de la invasión rusa, entre la resistencia, la concesión y la derrota.
Estados Unidos antes y después de Trump
El apoyo financiero, militar y humanitario a Ucrania se ha convertido en uno de los sellos distintivos de la política exterior de Joe Biden. Desde febrero de 2022 hasta antes del bloqueo republicano en el Congreso, a finales del año pasado, el presidente estadounidense había logrado enviar abundantes recursos a Kiev como parte de una amplia y consciente estrategia de seguridad global. Para Biden, en efecto, el apoyo sustancial a Ucrania —y más tarde a Israel tras la agresión de Hamás—, opera bajo la idea de que los conflictos en Europa del Este y Medio Oriente forman parte de una misma amenazav, perniciosa no solamente para la seguridad nacional norteamericana, también para la estabilidad misma del mundo basado en reglas, cuya defensa corresponde liderar a Estados Unidos.
Tales principios otorgaron relativo éxito a la política exterior de Biden durante, al menos, el primer año de la invasión. El liderazgo estadounidense se hizo patente en Ucrania incluso después de las elecciones de medio término del 2022, cuando el Partido Republicano obtuvo la mayoría legislativa en la Cámara de Representantes. Biden logró, más allá de ese lapso, cohesionar al bloque occidental en favor de la causa ucraniana —no sin la ayuda de Reino Unido y la Unión Europea—, sortear importantes dificultades al interior de los organismos del orden liberal internacional, fundamentalmente en la OTAN, y, sobre todo, enviar apoyo material a Kiev de forma sostenida.
Ejemplo de lo anterior ha sido la aplicación coordinada de sanciones a diversos sectores de la economía rusa, así como a los oligarcas putinistas y sus empresas. El consenso occidental al respecto fue claro en casos como el control a las exportaciones rusas de software, equipamiento y tecnología, acordado por Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Australia, Reino Unido, Canadá y Nueva Zelanda el 24 febrero de 2022. Lo mismo con la exclusión de algunos bancos rusos del sistema financiero SWIFT, así como una serie de medidas restrictivas aplicadas al Banco Central de Rusia desde la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y Reino Unido, el 26 de febrero del 2022. Finalmente, en marzo del mismo año, Occidente dirigió sanciones —como el congelamiento de activos— a las «élites rusas, poderhabientes y oligarcas», en una movida donde estuvieron involucrados, además de EE. UU. y la Comisión Europea, Francia, Italia, Japón, entre otros (Martin, 2024).
Más recientemente, la Casa Blanca ha respaldado una iniciativa del Senado para dirigir los activos rusos congelados en Occidente hacia la reconstrucción de Ucrania, hecho que supondría un mecanismo novedoso para la disuasión de futuras agresiones contrarias al derecho internacional (Johnson & Mackinnon, 2024). De los casi 300 billones de dólares confiscados en países occidentales, Estados Unidos, a través del Departamento de Estado, ya había destinado 5.4 millones al apoyo de los veteranos de guerra ucranianos. En febrero del 2024, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, el Departamento de Justicia norteamericano anunció la transferencia de 500 000 dólares —provenientes de aquellos activos congelados— hacia Estonia, quien los utilizará para restablecer el sistema eléctrico de Ucrania, dañado críticamente por los ataques constantes y deliberados de las fuerzas rusas (US Department of Justice, 2024).
Asimismo, la cumbre de la OTAN en Vilna, aunque no exenta de decepciones, fue una muestra ulterior del compromiso transatlántico con Kiev. Si bien los países occidentales no aceptaron la exigencia principal de Zelenski, es decir, el establecimiento de garantías de seguridad mediante una hoja de ruta para la integración definitiva de Ucrania a la OTAN, sí acordaron la creación de una Comisión bilateral como «Consejo» de mayor calado político frente al acuerdo técnico que preexistía entre ambas partes (Arteaga & Simón, 2023). Asimismo, los líderes del G7 emitieron un comunicado conjunto en donde se comprometían a respaldar a los ucranianos con asistencia en seguridad, equipamiento militar y entrenamiento «por el tiempo que sea necesario» (Reuters, 2023).
El acontecimiento más significativo en el marco de la Cumbre, no obstante, tuvo que ver con el anuncio de la futura ratificación de Suecia como miembro de la OTAN, en cuyas negociaciones Washington llevó otra vez la batuta. Como es sabido, la principal negativa para la integración de los países escandinavos a la alianza transatlántica —primero Finlandia y después Suecia— advino desde Turquía. Erdoğan condicionó dicho acceso a las concesiones que los Gobiernos de Estocolmo y Helsinki pudieran hacerle en lo relativo a la extradición de militantes kurdos ligados a diferentes organizaciones consideradas por Ankara como terroristas.
A la postre, el líder turco favoreció la ampliación de la OTAN gracias al acuerdo para renovar su flotilla aérea con cazas F-16 provenientes de Estados Unidos. El 23 de enero del año en curso fue aprobado, por el parlamento turco, el acceso de Suecia a la organización transatlántica, y, una semana después, el Departamento de Estado norteamericano dio luz verde para la venta de 40 unidades aéreas a Ankara, valuadas en 23 billones de dólares (Marx, 2024). Este hecho da cuenta de cómo —Estados Unidos mediante— las alianzas estratégicas en Occidente han podido reforzarse, incluso durante el desarrollo mismo de la guerra.
En cuanto al apoyo material directo, el Gobierno norteamericano lidera, y por mucho, la lista de benefactores de Ucrania. Tan es así que el país invadido se encuentra como primer destinatario de la asistencia estadounidense desde 2022, siendo la única ocasión en que esto sucede con una nación europea desde la época de Harry S. Truman y el Plan Marshall, al finalizar la Segunda Guerra Mundial (Masters & Merrow, 2024). Destacan en este sentido los numerosos paquetes de ayuda financiera enviados desde Washington hasta Kiev con fines diversos, cuyo valor asciende a más de 74 billones de dólares y representa un 0,32% del Producto Interno Bruto norteamericano, mucho más que cualquier otra clase de asistencia dirigida a algún aliado de Estados Unidos desde 1960vi (Masters & Merrow, 2024). Pese a lo cual, debe insistirse hasta el cansancio, ese monto resulta apenas una pequeña fracción del gasto total en defensa del país y es mucho menor de los costos materiales y humanos necesarios para detener y derrotar a Rusia en un eventual conflicto directo entre Moscú y Washington.
Todavía más relevantes han sido las transferencias norteamericanas de equipo, asistencia y entrenamiento militar facilitadas al ejército ucraniano, hacedoras en buena medida de la exitosa contraofensiva del 2022 y la resistencia que aún sigue en marcha. En septiembre del primer año de la guerra, Ucrania obtuvo una sucesión de triunfos que debilitaron profundamente al enemigo ruso, producto de una estrategia concentrada en las ciudades Jersón y Járkov, donde la asesoría estadounidense resultó crucial, aunque estéril de no haber sido por la decisión de Zelenski y el coraje de los combatientes. De igual forma, el suministro de proyectiles de 155 milímetros y misiles de diverso calado, así como de los sistemas móviles de lanzacohetes HIMARS, contribuyeron a conseguir las hoy lamentablemente pírricas victorias de los ucranianos en el campo de batalla (Barnes, Schmitty & Cooper, 2022).
Es importante ofrecer esta mirada apenas esquemática del apoyo estadounidense a Kiev, puesto que contrasta con el giro iniciado tras la irrupción del trumpismo en la política exterior norteamericana, cuyos perniciosos efectos para Ucrania no son siquiera comparables con el estallido en Medio Oriente y la gestión paralela de ambos conflictos. Por medio de su intromisión en el asunto, los sectores iliberales del Grand Old Party (GOP), involucrados electoral e ideológicamente con Trump, han hecho mella en Occidente al comprometer la capacidad de agencia global estadounidense, permitir el avance de Rusia en Europa del Este y obligar a los países europeos a buscar nuevas estrategias, allende a la cooperación con los norteamericanos. Como dice Graham Allison (2024), Trump —y con él los trumpistas— están, desde ya, reconfigurando el orden geopolítico.
Este sector del republicanismo tuvo su primera gran oportunidad durante las elecciones de medio término, en noviembre del 2022. Para la opinión pública occidental, los comicios en puerta ponían en entredicho el respaldo estadounidense a la causa ucraniana. Desde entonces, algunos congresistas republicanos amenazaban con romper el apoyo a Kiev en caso de lograr las mayorías legislativas. El otrora líder de esta facción partidaria en la Cámara de los Representantes, Kevin McCarthy, afirmaba procaz que Estados Unidos dejaría de otorgar un «cheque en blanco» a Ucrania. Las posiciones afines, no obstante, seguían siendo minoritarias, muestra de la polarización existente dentro del GOP, algunos de cuyos líderes reafirmaron su respaldo a Kiev en la antesala de las elecciones, i.e. Mitch McConell o Mike Pence (Debusmann & Bachega, 2022).
Las elecciones dieron al Partido Republicano una estrecha mayoría en la Cámara de los Representantes. Kevin McCarthy fue nombrado en consecuencia presidente del organismo en enero del 2023. Contrario a sus primeras declaraciones, el entonces líder republicano posibilitó consensos con el Partido Demócrata —tras largas y ríspidas negociaciones, a expensas de los sectores ultraconservadores del GOP, como el Freedom Caucus— en asuntos de política interna y de política exterior. Uno de ellos fueron los acuerdos alcanzados con Joe Biden para aumentar el techo de deuda y evitar un default financiero del Gobierno norteamericano (The Guardian, 2023).
McCarthy fue constreñido en su posición sobre Ucrania debido a la presión ejercida por el ala radical republicana, quien obstruyó en un primer momento su designación como speaker de la Cámara Baja. Este hecho no impidió al congresista afirmar, en una visita a Israel, que apoyaba la asistencia a Kiev, además de criticar la ofensiva rusa y los crímenes de guerra en las espaldas de Vladimir Putin (Demirjiany & Kingsley, 2023). Conductas de este tipo enemistaron a McCarthy con sus correligionarios de ultraderecha, adversos en sumo grado a Zelenski. La situación llegó al extremo de convertir al entonces líder de la mayoría legislativa en el primero que es separado del cargo gracias a su propia bancada. Tras acusarlo de cerrar «un acuerdo paralelo secreto» con Biden para el financiamiento de Ucrania (Greve, 2023), el congresista republicano Matt Gaetz propuso, en octubre del 2023, la moción mediante la cual McCarthy sería finalmente destituido.
A partir de entonces, la instrumentalización iliberal de la guerra en Ucrania para fines electorales se ha exacerbado, una vez más, gracias al trumpismo. Después de otra serie de vicisitudes, Mike Johnson fue elegido como el nuevo presidente de la Cámara de los Representantes a finales del año pasado. El congresista de Luisiana pertenece a ese sector radical al que nos hemos referido, siendo un comprometido militante del «Make America Great Again», con quien colaboró en 2020 para anular los resultados electorales. Más tarde también formó parte del equipo legal defensor de Trump durante su primer juicio político (Levine, 2023). Con una figura semejante liderando a los congresistas republicanos, ha sido prácticamente imposible autorizar el más reciente paquete de ayuda militar para Ucrania anunciado desde la Casa Blanca. A pesar de su aprobación bipartidista en el Senado, la presencia más significativa del trumpismo en la Cámara Baja ha bloqueado cualquier posibilidad de enviar asistencia a Kiev en pleno auge del desabasto logístico.
El paquete referido incluía, en principio, 60 billones de dólares destinados en apoyo militar a la causa ucraniana, 14 billones para Israel y otros 8 para el Indo-Pacífico, visión consistente con las amenazas globales que se ciernen sobre el orden liberal internacional: Rusia, China e Irán, así como los grupos terroristas operando en Medio Oriente con auspicio del último. Johnson y compañía exigieron, sin embargo, ligar dicha preocupación con la seguridad fronteriza. Una vez atendida la exigencia, mediante la asignación de 20 billones de dólares y una severa propuesta de ley migratoria, los trumpistas han mantenido su negativa en el Congreso. La razón de ello es la intromisión de Trump y su hambre de retorno a la presidencia.
El objetivo es, pues, seguir con el «desastre inmigratorio» (The Economist, 2023) en los límites con Méxicovii, buscando desestabilizar al Gobierno demócrata y consolidar una narrativa en torno al asunto para obtener beneficios en las elecciones próximas. Como menciona Anne Applebaum (2024), los motivos de Trump son netamente egoístas, aspiran al caos en la frontera sur para dañar las aspiraciones de Biden y favorecer una vez más al «Make America Great Again», incluso a expensas del ejército ucraniano, quien sigue librando dos importantes batallas: contra Rusia en el Donbás y contra la escasez en la arena internacional.
¿Redención europea?
Si Estados Unidos se ha convertido, tras las sucesivas victorias legislativas del trumpismo, en un aliado poco confiable para Ucrania, otro tanto lo ha sido el bloque europeo después de sus numerosos retrasos en la entrega de ayuda para los invadidos. Todavía en la memoria de Occidente queda la indecisión de Olaf Scholz para enviar a Kiev algunos tanques Leopard alemanes, exigidos por las circunstancias del primer año de guerra. Ante la actual crisis de abastecimiento, difícilmente los soldados ucranianos olviden el acuerdo para la entrega de un millón de cartuchos de artillería, anunciado por la Unión Europea en marzo de 2023, cuyo arribo al territorio en disputa no ha cumplido, hasta hoy, ninguna de las expectativas.viii
La Unión Europea ha fallado varias veces a Kiev, pese al también considerable respaldo financiero que la sitúa como un importante benefactor de la causa ucraniana, solo después de Estados Unidos. No obstante al nivel de institucionalización y el compromiso casi generalizado con Zelenski desde este bloque, formas cruciales de apoyo —como la transferencia de armamento— siguen dependiendo, en buena medida, de las voluntades individuales de sus líderes, sujetas a realidades en ocasiones estables, como las ideologías, aunque también a la volatilidad de los compromisos políticos y coyunturas críticas.
Reino Unido, hoy ajeno a la institucionalidad europea, aunque miembro incontestable del bloque occidental y la comunidad transatlántica, es uno de los pocos casos que puede rehuir a la caracterización anterior. La isla ha mostrado, desde comienzos de la invasión, un compromiso activo y sostenido con Kiev. Lo ha hecho simbólicamente, con las visitas del entonces primer ministro Boris Johnson a territorio ucraniano en pleno auge de la ofensiva. También materialmente, incluso previo a la invasión.ix De modo notable, ante la apremiante circunstancia a dos años del conflicto, el actual ministro de defensa anunció la entrega de 311 millones de dólares al país invadido, destinados a mejorar sus reservas de artillería en el transcurso de 2024 (Goncharova, 2024). Acontecimientos tales dan cuenta de un respaldo británico trascendente al Gobierno en turno —primero con la administración de Johnson y ahora con Rishi Sunak—, arraigado en una política exterior fuertemente comprometida con la defensa del orden liberal internacional.
Esta situación no es extrapolable ni siquiera para su contraparte. Viktor Orbán, primer ministro de Hungría y aliado expreso de Putin, ha tenido numerosas oportunidades para bloquear cualquier clase de apoyo a Ucrania dentro la Unión Europea, gracias al poder de veto que todos los países miembros tienen dentro del organismo. La oposición tajante a la causa ucraniana desde el punto de vista ideológico —iliberal— no ha bastado, sin embargo, para sostener el boicot orbaniano. Después de una serie de presiones por parte de otros líderes europeos, en donde incluso se contempló golpear sistemáticamente a la economía húngara (Foy, Dunai & Bounds, 2024), Orbán terminó cediendo ante una iniciativa para entregar 50 billones de euros en ayuda a Kiev.
Toda clase de voluntarismos se replican con cierta continuidad en Europa. Desde Varsovia a Berlín, el compromiso con Kiev ha parecido depender más de la política interna y los intereses del momento que de una conciencia plena sobre la amenaza rusa y el futuro de Occidente. Con base en su propia historia y geografía, la Polonia gobernada por Ley y Justicia (PiS) sugería entender el carácter existencial de la invasión, motivo por el cual, desde el primer momento, decidió enviar una flota de 240 tanques soviéticos a Ucrania, apoyo repetido en sucesivas instancias del conflicto. En la antesala de las elecciones de 2023, no obstante, el talante populista del PiS tomó fuerza, instrumentalizando —quizá premonitoriamente— el descontento de los agricultores polacos debido a la introducción de granos provenientes de Ucrania en su mercado. Ante la negativa de Zelenski por retirar dichos productos del corredor comercial con Varsovia, Morawiecki anunció, en septiembre, la suspensión de transferencias armamentísticas a Kiev (Radford & Easton, 2023).
Alemania también volteó a ver su historia cuando inició la guerra. A diferencia de la convicción polaca, Scholz optó por el letargo en la entrega de los Leopard 2 aludiendo al compromiso antibelicista adquirido por Berlín tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, así como a cierto temor infundado por la posible respuesta de Putin ante el apoyo militar a Kiev (Serhan, 2023). Esta suerte de fragmentación en la política hacia Ucrania, sobre todo desde los países europeos, es en gran parte responsable de la crisis actual en el campo de batalla, cuya expresión no es solo el desabastecimiento de municiones y la caída de Avdivka, también los recientes avances rusos en los pueblos de Robotyne y Verbove, al interior de Zaporiyia, donde el ejército ucraniano logró algunos de sus escasos éxitos en 2023 (BBC, 2024).
Las voluntades individuales de los líderes europeos —constreñidas y orientadas por intereses partidistas, agendas políticas y alianzas transnacionales diversas—, comprometen el apoyo a Kiev por el tiempo que sea necesario, así como el futuro de Europa misma ante el riesgo cada vez más probable de una victoria rusa definitiva en Ucrania. El avance de Putin será imparable sin la presencia militar organizada de Occidente en el espacio poscomunista. En 2008 fue Georgia, en 2014 Crimea, hoy es el Donbás y, de seguir así, en poco tiempo podría ser Polonia o los países bálticos. No obstante, entre las pocas buenas nuevas acarreadas desde el inicio de la invasión, ese año pareció traer consigo una toma de conciencia al respecto para los principales mandatarios europeos.
Ante la inmovilización norteamericana y la imposibilidad de la UE por ofrecer soluciones concretas a Zelenski en lo referente a transferencia de armamento y otras garantías de seguridad, varias figuras de primer orden en el entramado comunitario alzaron su voz. En una columna de enero, el alto representante Josep Borrell señalaba que: «Frente a la tentación del apaciguamiento, debemos acelerar el gasto en defensa y apoyar a Kiev bajo el criterio de “lo que haga falta”» (Borell, 2024). Por su parte, Macron afirmó en una visita a la Universidad Sueca de Defensa: «Este es un momento decisivo y de prueba para Europa. Debemos estar dispuestos a actuar para defender y apoyar a Ucrania cueste lo que cueste y decida lo que decida Estados Unidos [énfasis propio]» (Wintour, 2024). En ambos casos, es notable la transformación de la narrativa por el tiempo que sea necesario, hacia una nueva y más urgente cueste lo que cueste.
Los primeros frutos de esta renovada orientación hacia Ucrania fueron cosechados en el marco de la Conferencia de Seguridad de Múnich. En los días previos al evento, Zelenski se reunió con Scholz y Macron para firmar sendos acuerdos de seguridad a largo plazo, basados en el modelo de un tratado previo Ucrania-Reino Unido (Corbet, 2024), y consecuentes con los compromisos adquiridos en Vilna por los miembros del G7. El pacto con Francia contempla ayuda financiera y militar a Kiev durante la próxima década, asegurando la entrega de 3 billones de euros a lo largo de este año (Elysee, 2024). El alemán, por su parte, anuncia la entrega de un paquete de 1.1 billones de euros para 2024, en donde se incluye la entrega «urgente» de misiles, sistema de defensa aérea y 120 000 rondas de munición de artillería (The Federal Government, 2024). Ambos acuerdos son una declaración explícita del compromiso francogermano con Kiev, fundado en la entrega de ayuda militar no solo para restaurar la integridad territorial del país invadido, sino también para pavimentar su vía de acceso a las instituciones de orden liberal internacional: la Unión Europea y la OTAN.
Usos y costumbres del Lejano Occidente
El Lejano Occidente latinoamericano también ha tomado parte del conflicto en Ucrania, no sin escándalo y, a veces, contradicción. Los líderes de esta región del orbe han comprometido, las más de las ocasiones, un respaldo tácito a Rusia desde espacios multilaterales como la Asamblea General y el Consejo de Derechos Humanos la ONU. Son pocos los mandatarios que expresan, por el contrario, su apoyo firme a Kiev. Entre ellos se cuenta a Gabriel Boric de Chile, Luis Lacalle de Uruguay, Rodrigo Chaves de Costa Rica y, más recientemente, Javier Milei en Argentina. Tales Gobiernos han mantenido abierto el diálogo con Zelenski, expresando en todo momento afinidad por Ucrania y repudio hacia la ofensiva rusa.
Diversas votaciones al interior de las Naciones Unidas, relacionadas con temas como la condena a la invasión y el restablecimiento de la integridad territorial de Ucrania, han sido la principal arena de disputa latinoamericana entre diversos posicionamientos, consecuentes con un cúmulo de ideas antitéticas sobre la acción política y las relaciones internacionales, ya sean proccidentales, o bien, surglobalistas (Chaguaceda Noriega, 2023) No obstante, también podemos hallar otras muestras de apoyo simbólico a la causa ucraniana entre quienes, orientados por principios democráticos, conciben a la ofensiva de Putin como lo que realmente es: una violación del derecho internacional inspirada en motivos neoimperialistas.
En abril del 2023, por ejemplo, Volodimir Zelenski se dirigió en videoconferencia al Congreso Nacional de Chile, acto en donde agradeció a Gabriel Boric sus intervenciones en la Asamblea General de la ONU condenando la agresión rusa. Síntoma de la pugna entre narrativas y posicionamientos fue, por otro lado, el rechazo a la presencia del líder ucraniano desde los sectores más radicales de la coalición izquierdista que integra al actual Gobierno. Los congresistas del Frente Amplio y el Partido Comunista rehuyeron, en efecto, a la cita con Zelenski, justificándose en una supuesta exigencia de neutralidad frente a las partes involucradas. Narrativa, la anterior, transformada en lugar común para la izquierda iliberal latinoamericana, quien protege diplomáticamente a Rusia e intenta, falaz, equiparar al agresor con el agredido, sin considerar hechos como el carácter injustificado de la ofensiva y los múltiples crímenes de guerra perpetrados por el ejército putinista, desde la masacre en Bucha, hasta los ataques deliberados a infraestructuras civiles allende al Dnipro.
Comportamientos tales poco ostentan de circunstancial. Se trata, en realidad, de orientaciones normativas, históricamente arraigadas en el imaginario político de la izquierda latinoamericana preponderantex, cuyas manifestaciones trascienden a Chile y encuentran a sus mejores adalides en actores como Luiz Inácio Lula da Silva. Pocos días después del performance prorruso de los legisladores chilenos, da Silva recibió al ministro de exteriores Serguéi Lavrov, uno de los principales promotores de la así denominada «operación militar especial». En esa ocasión, el mandatario brasileño afirmó que el inicio de la guerra fue decisión de ambos países —Rusia y Ucrania—, mientras culpaba a los Estados Unidos y la Unión Europea de expandir el conflicto a causa de la asistencia militar brindada a Ucrania (Bastos, 2023).
A las impresentables declaraciones de Lula y su desvergonzado apoyo diplomático hacia Rusia, se suman los dictadores regionales —Ortega, Maduro y Díaz-Canel—, aliados naturales de Putin en sus intentos por expandir la influencia del Kremlin en el «extranjero cercano» de Estados Unidos. También se involucran otros líderes identificados con la izquierda aquí mencionada, cuyas abstenciones y votos en contra de la condena a la invasión en diferentes instancias de la ONU, pretenden disfrazarse, erróneamente, de una política exterior no alineada y antiinjerencista. En este concierto desfilan personajes aparentemente disímiles que, sin embargo, acrisolan en sus exacerbados ánimos surglobalistas: el MAS boliviano, el obradorismo en México, el petrismo en Colombia, entre otros tantos representantes de la «nueva marea rosa». Todos ellos, sin excepción, han favorecido las narrativas del Kremlin mediante su ambigüedad y silencio.
Allende a sus posiciones diplomáticas en las Naciones Unidas, mandatarios como Gustavo Petro han evitado condenar la invasión de Putin por afanes meramente antioccidentalistas. El presidente colombiano llegó a declarar: «No nos suena franco el discurso que habla de ir contra invasiones de unos países contra otros cuando los mismos que están rechazando esas invasiones han realizados invasiones contra otros países» (Fuquen, 2023), como si la indignación y las convicciones morales dependiesen de ideologías. López Obrador, al igual que el camarada Lula, ha criticado el apoyo occidental a Ucrania, señalándolo de promover la guerra (Reuters, 2023b). El presidente de México también propuso una ingenua iniciativa de pazxi en donde instaba al diálogo entre las dos partes involucradas, cayendo nuevamente en la trampa de equiparar el estatus del invasor con el del invadido (El Economista, 2022).
Esta clase de actores, cada uno con sus particularidades nacionales, enarbolan desde sus respectivos espacios desdén por la causa ucraniana, al asumirla emparentada con Occidente y, sobre todo, con Estados Unidos. El antiamericanismo es en América Latina un sentimiento latente dentro de la política exterior, incluso en una época donde los reclamos contrahegemónicos han perdido asidero fáctico y, en consecuencia, avanzan hacia su degradación moral y estratégica, tristemente expresada en el apoyo a las dictaduras de toda índole por su talante supuestamente antiimperialista. Para una posición ideológica semejante, poco importa si se trata de una revolución advenida autocracia —como en los casos regionales—, de una «democracia» con partido único —como China— o, más aún, de un franco poder unipersonal, conservador y reaccionario, como el de Putin. Las calamidades de programas y liderazgos políticos como los anteriores se justifican, reza el credo iliberal, en su oposición tajante al mundo heredado por la pax americana.
A la postre, esta clase de posiciones representan la concreción antidemocrática de una serie de consensos que entienden al Sur Global no solo como una realidad geopolítica claramente identificable en países del otrora Tercer Mundo, sino también como un elemento de identificación ideológica que reclama abandonar los principios fundantes de las propias repúblicas latinoamericanas, a causa de su relación estrecha con el liberalismo occidental (Chaguaceda Noriega, 2023). En América Latina, como quizá en ninguna otra parte del mundo, las posiciones sobre la guerra en Ucrania reflejan orientaciones normativas, profundas y antagónicas, oscilantes entre dos polos: el compromiso con la democracia liberal, o bien, su contraparte autoritaria enmascarada de surglobalismo.
A modo de conclusión
A dos años de la invasión rusa a Ucrania, el balance del apoyo occidental —en sus diversos actores, agendas y narrativas, a menudo contradictorias— parece ambivalente. Diferentes coyunturas críticas en el desarrollo de la guerra muestran que convicción y desidia se entrelazan en las decisiones de los principales líderes de dicho bloque. A ello se suma, preocupantemente, una serie de actores adversos a la causa ucraniana y también comprometidos con Rusia, endógenos todos al orden liberal internacional. Desde los espacios de decisión y deliberación que la política democrática les permite, los trumpistas, Orbán, los partidarios de Ley y Justicia, entre otros, han intentado cortar el apoyo a la causa ucraniana e instrumentalizarlo con diversos fines: campañas electorales, alianzas geopolíticas o afiliaciones ideológicas.
De uno u otro modo, algunas de estas dificultades se han podido sortear. A Orbán, por ejemplo, mediante la amenaza de boicot financiero desde la Unión Europea. A Ley y Justicia, por su parte, con el ascenso democrático de Donald Tusk en el Gobierno polaco. La mayor amenaza, sin embargo, recae en Trump y sus acólitos republicanos, a quienes nadie dentro de Estados Unidos ha podido detener en su secuestro de la política exterior norteamericana y en su afán por volver a la presidencia: ni el sistema de justicia, ni los buenos resultados del Bidenomics, ni los consensos bipartidistas en el Senado, mucho menos los perfiles más moderados del GOP para competir por la candidatura en noviembre. Esta situación, junto a la imposibilidad de Europa por mantener entre sus principales líderes una política consistente hacia Kiev, mantienen hoy al ejército ucraniano replegado ante la avanzada rusa en Avdivka y Zaporiyia.
Atisbos de luz, sin embargo, han llegado a Zelenski y los suyos debido a un renovado activismo proucraniano, emprendido por los «chicos grandes» europeos (Garton Ash, 2024), quienes se han sumado a otros como Petr Pavel —otrora general de la OTAN y hoy presidente checo—, Mette Frederikse —primer ministro danés— o Kaja Kallas —mandataria de Estonia—. Todos los anteriores, miembros de una selecta lista de líderes europeos que han apoyado a Ucrania activa y materialmente, por medio de actos admirables como la donación completa de su artillería y la conformación de pequeñas coaliciones para enviar municiones a los invadidos (Garton Ash, 2024). Solo entregando ipso facto insumos de este tipo será posible, en efecto, mantener vivos los ánimos ucranianos en el trayecto del 2024.
A largo plazo, no obstante, obrar sobre la marcha no será suficiente. Hay que renovar la conversación e implicación con aquellos Gobiernos del Sur Global que mantengan una postura menos iliberal en su aproximación a la guerra y sus impactos globales. Asimismo, se requerirá, para la restauración territorial, civil y moral de Ucrania, así como para la contención de Rusia en sus propias fronteras, de un amplio consenso occidental que garantice a Kiev su seguridad y su pronto acceso a la institucionalidad euroatlántica. Los de Francia, Alemania y Reino Unido, a través de los ya descritos acuerdos bilaterales a largo plazo, son, sin duda, buenos comienzos. Esta suerte de triunvirato debe ampliarse, sin embargo, lo antes posible, desde los Urales hasta los Pirineos. Caso contrario, Europa podría encontrarse, una vez más, a la merced del —ya no tan improbable— regreso de Trump a la Casa Blanca.
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