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Subversión y resistencia cotidiana en la economía cubana

Por:  Louis Thiemann  y Claudia González Marrero              

Abril  2019

TEMA: ECONOMÍA Y SOCIEDAD 

Los datos estadísticos discutidos en el artículo anterior demuestran que la economía oficial (legal y regulada) ha dejado de proveer los principales ingresos para los hogares cubanos. Entonces, ¿hacia donde se ha trasladado esta obligación, y por qué los cubanos siguen trabajando para el Estado, si los salarios no alcanzan para vivir? Para responder, nos apoyamos en los estudios de la ‘resistencia cotidiana’, un concepto desarrollado por el antropólogo Eric Wolf en los años 70, que refiere el conjunto de actos y actividades desorganizadas, encubiertas y generalmente despolitizadas que subvierten las prohibiciones y obstaculizaciones impuestas desde el poder, incluyendo normas, leyes y estructuras económicas y sociales. Mientras menos funciona un sistema económico impuesto desde arriba, más masivos, ingeniosos y obstruyentes serán los actos de microresistencia que emplea la población para defenderse de los impactos (hambre, escasez, estancamiento, etc.). Dadas las grandes dificultades e impotencias de enfrentar al PCC en el ámbito político, los cubanos han invertido todas sus insatisfacciones, luchas y aspiraciones en la construcción de mercados negros y ‘grises’, en la producción e importación soterrada, en la privatización espontánea y disimulada de recursos estatales, y en la evasión de controles e impuestos, entre otras burlas a la ley.

En Everyday Politics (2005), Benedict Tria Kerkvliet describe cómo los actos de resistencia cotidiana en las sociedades mayoritariamente campesinas de Vietnam y China lograron ‘vencer’ a las iniciativas comunistas de colectivización, y así encaminar una apertura ‘desde abajo’ hacia la iniciativa privada, la cual el gobierno empezó a institucionalizar en los años 70 y 80. La resistencia cotidiana, pues, es incapaz de derribar un gobierno, pero muy capaz de anular sus políticas.

Una economía ilegal y extendida existió en todos los países del campo socialista, incluyendo a la Cuba de los ochenta. En ella, los ciudadanos se ocuparon de corregir y suplantar los movimientos toscos de la economía planificada. Durante los años 90 y 2000, sin embargo, el gobierno cubano dejó de pagar salarios que cubrieran las necesidades básicas, introdujo márgenes comerciales altísimos para muchos productos, y limitó la asistencia social y los subsidios. En consecuencia, la provisión de necesidades y la búsqueda de progreso fueron individualizadas y desplazadas a la economía subterránea.

Como resultado, a partir de los 90 los efectos de la resistencia cotidiana se volvieron más y más omnipresentes; en las últimas tres décadas estos se han acumulado y amalgamado. Aún cuando el gobierno los conoce no ha contemplado cambios estructurales que lograrían liberar a los cubanos de sus ilegalidades diarias, y de la inseguridad e ineficiencia que causan. En vez de reconocer que los cubanos subvierten sus políticas y leyes por razones generalmente legítimas, los comandantes apostaron inicialmente por reemplazar sus sujetos reales con ‘hombres nuevos’. En esta hazaña, la historia no los absolvió: los mecanismos y estructuras informales de la resistencia cotidiana forman hoy día una economía más grande que la economía oficial, una cultura social más difundida que la cultura jerárquica y corporativa impuesta desde arriba, así como un terreno de política cotidiana que evoca más participación ciudadana que las movilizaciones del PCC y los debates alrededor del ‘modelo socialista’. Finalmente, no son las políticas internas de las empresas y agencias estatales las que mayormente aseguran que sus empleados sigan yendo a sus puestos sin salarios dignos. La dignidad, en ocasiones, también se encuentra robando, desviando, pidiendo sobornos y comisiones.

La resistencia cotidiana ha limitado significativamente la capacidad del PCC de establecer agendas y prioridades, haciendo de Cuba un país prácticamente ingobernable en cuestiones económicas, si bien con los núcleos de control y lealtad necesarios para mantener el sistema (partido único, control militar sobre las grandes empresas, prensa y academia orgánicas, etc.). Como nos confesó el vicepresidente de un municipio habanero: “El país está como si fuera una persona con el vientre abierto. Todo se le escurre, los órganos no pueden funcionar, y el efecto de cualquier orden que se les da es dominado por el efecto del vientre abierto.” Por tanto, cambios regulatorios y legislativos futuros –independientemente de su dirección– tendrán que partir de una realidad económica creada por millones de cubanos ‘luchando’ (dentro/contra) el sistema, normalizando y legitimando sus contra-culturas económicas.

Resistencia cotidiana y corrupción: Cuestiones semánticas entre legalidad y legitimidad

En lo ético, lo que distingue la resistencia cotidiana de la corrupción es su objetivo. En Cuba la mayoría de las actividades ilegales sirven nada más para la subsistencia de sus actores (aunque con diferentes niveles de miseria). Son muy pocos los comerciantes que llegan a ‘enriquecerse’ a base de lo que llamaríamos ‘corrupción’ en otros países. El PCC, no obstante, aglutina todas las formas posibles de subvertir sus planes bajo este concepto negativo, y denuncia una ‘pérdida de valores’. El pueblo no pretende reconocer los planes del Estado, y el Estado y sus líderes no quieren reconocer la realidad económica de la población –basada en la búsqueda de subsistencia–. Para Raúl Castro, “la corrupción es hoy uno de los principales enemigos de la Revolución, mucho más dañino que la actividad subversiva e injerencista del gobierno de los Estados Unidos y sus aliados dentro y fuera de Cuba.”

Aunque la población evita estas generalizaciones, es consciente de que sus colegas y vecinos desarrollan actos y mercados ilegales con una variedad de objetivos contradictorios: desde la necesidad humilde hasta la codicia insaciable, desde el rechazo del status quo político hasta su afirmación, desde los intercambios horizontales hasta la construcción de pequeñas jerarquías mafiosas. Mientras grandes partes de la economía siguen ilegalizadas y opacadas, es muchísimo más difícil para la sociedad cubana distinguir y priorizar entre actos que considera ‘criminal’ y ‘abusadores’, y otros que acepta como parte de un equilibrio social necesario.

La dimensión política

Dado que la inmensa mayoría de los sirvientes civiles y empleados estatales –incluyendo los propios gerentes– participan ampliamente en la economía ilegal, y dado que una represión sistemática de ilegalidades empeoraría la situación del país, el Estado se ve obligado a tolerarlas, limitándose a trazar líneas rojas. De cierta manera, este beneplácito ‘desde arriba’ es también el fundamento del sistema político pos-socialista –además de la permanencia del partido único y de la intervención quirúrgica de estructuras alternativas de la sociedad civil–. El Estado limita la aplicación de sus propias leyes, pero mantiene el poder de conceder o prohibir el acceso a la economía ilegal. El favor, entonces, se condiciona, personaliza, y conlleva a determinadas obligaciones.

Esta relación de poder funciona como apalancamiento para lograr sus propios objetivos, ante todo el mantenimiento de la elite actual en el poder. Aquí se diferencia, por ejemplo, el modelo cubano del venezolano: mientras el PSUV gobierna a base del intercambio populista de subsidios por votos –quizás mejor ejemplificado en la frase de Maduro que “la cosa es dando y dando”– el PCC no maneja los recursos necesarios para costearse subsidios significativos. Gobierna, no obstante, en un escenario en que virtualmente todos los habitantes dependen de actividades ilegales; condición que los hace vulnerables como ciudadanos, y privatiza sus descontentos y disidencias.

La lógica que ha devenido la base del lenguaje críptico entre los que se desempeñan como trabajadores y los que deben de controlarlos (inspectores, policías, pero también gerentes de sus empresas) es: “vivir y dejar vivir”. Los cubanos entregan a diario sus derechos políticos y civiles para poder mantener sus derechos económicos –dígase, sus ‘cartas blancas’–. Como individuos apolíticos, se les permite ‘luchar’ en sus trabajos estatales o privados. Sujetos o proyectos que expresan perspectivas disidentes o tratan de salir de la red de lealtades impuestas, sin embargo, son sofocados por la aplicación de regulaciones legales y administrativas. Vincent Bloch (O Castrismo do Mercado, 34) cita una fuente que describe esta relación de forma sucinta: “Te sofocas, entonces te pones a inventar, y entonces te marcas, entonces te tienes que limpiar, y ya caes en la mecánica de Fidel.” Sin la posibilidad de luchar, la vasta mayoría de los cubanos no sobreviviría, mucho menos hubieran prosperado, por lo tanto, eligen de manera aplastante un modo de subsistencia en vez de una voz política.

En suma, la resistencia cotidiana y la actividad ilegal constituyen –junto con las remesas–sustentos esenciales de la población cubana. De una fuerza suplementaria, los mercados negros y ‘grises’ han pasado a constituir la principal economía. Aunque constituyen robos, ilegalidades y actos de corrupción desde una perspectiva legalista, en Cuba son ante todo actos de desobediencia hacia los planes del gobierno, y hacia un Estado empleador que exige que sus empleados se desempeñen a cambio de salarios absurdos. Cuando los líderes del Partido-Estado desarrollan campañas contra la corrupción, hay que tener en mente que lo hacen desde su posición de empleadores tratando de mantener niveles insostenibles de explotación.

La respuesta racional y lógica de la incertidumbre de una sociedad adquiere drásticas dimensiones en el imaginario social. Por el momento es difícil imaginarse como la sociedad cubana puede, después de décadas de robo generalizado y legitimado, desarrollar nuevamente códigos de ciudadanía, disciplina tributaria, una relación de beneficio mutuo con las instituciones del Estado, y un compromiso societal sobre niveles aceptables de desigualdad.

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