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¿Era esa, esta Cuba?

TEMA: EL PERIODO PRE REVOLUCIONARIO 

Por: PhD (c) Juan C Mosquera  

Noviembre de 2018

El arquetipo del paraíso tropical de mitad del siglo XX era la Cuba de Fulgencio Batista, que por supuesto no era la Cuba de los cubanos. La Cuba de los años 1950 encarnaba ese arquetipo así como el dominicano Rafael Trujillo encarnaba, y aun hoy lo hace, el del dictador tropical: guerrera llena de colorines, galones y medallas, anteojos oscuros y el sempiterno bigote.

Se puede formar una buena idea del “Havana Style” con ver el primer segmento del filme soviético-cubano Soy Cuba (Kalatózov 1964); en este se explota, también, la imagen estereotipada de la isla: paisaje prístino y exuberante, habitantes inocentes, indolentes, sensuales y de alguna extraña manera sofisticados con todo y su barbarismo; pero manchados por la mano del “gringo” insensible, inculto y abusivo. Hubo dos factores que apuntalaron, principalmente, el arquetipo; que además es femenino. El primero fue la campaña publicitaria para introducir la “banana” en el mercado estadounidense: la “señorita Chiquita”, un banano transgenerizado (Soluri 2013, 259) en banana estilizada, creado en 1944 y que se insertó en la imaginería del público. Aquí, el suave y sensual sabor de la fruta se contrasta con su origen barbárico, una tierra de volcanes; convenientemente no se mencionaba que, originalmente, era alimento de esclavos. La campaña publicitaria de la United Fruit Company y el éxito hollywoodense de Carmen Miranda, la “bomba brasileña”, configuraron una mezcla explosiva. Poco importaba que la primera estuviera íntimamente relacionada con Centroamérica, y con Brasil la segunda (aunque ella era portuguesa); esta mezcla -bananas, calipso, samba, voluptuosidad, exotismo, sensualidad a flor de piel y caos folclórico- terminó identificando, por antonomasia, a gran parte de la América meridional incluido el Caribe, y, especialmente, a Cuba. El otro factor fue el turismo estadounidense.

Bajo la promesa de encontrar un oasis de permisividad en medio del puritanismo de su país, cientos de miles de turistas arribaron desde los años 1920 para desfogarse en la “Holiday Isle of the Tropics”, “the Pearl of the Antilles”, “Paradise of the Tropics”, según rezan algunos carteles de la época. Por unos 50 dólares entonces, unos cuantos cientos hoy, verdaderas oleadas de turistas de clase media acariciaron el glamur de la mano de Ava Gardner y de Frank Sinatra (Geiling 2007). También tuvieron acceso al alcohol, al juego y a los estimulantes ilegales fabricados legalmente en Europa, sin dejar de lado a las “exóticas” mujeres cubanas, de la mano de Meyer Lansky y Lucky Luciano (Sáenz Rovner 2005, 103).

Soy Cuba es un valioso documento porque recoge los ambientes de la isla cuando poco habían cambiado, cuando aun no estaban colapsando; pero sacrifica la dignidad de los protagonistas en medio de su miseria para dar lugar a un discurso empalagoso del porqué de la Revolución de 1958. Quizás, el único acierto del filme es la historia de María. Una hermosa ¿mulata? que se ve obligada a traicionar a su pretendiente y, sobre todo, a sí misma por unos cuantos dólares para sobrevivir. La violenta escena del baile de María en un cabaret lleno de perversos estadounidenses es leída por los comensales como un episodio de furiosa sexualidad de la exuberante mujer tropical. Pero, se puede leer por parte del espectador, como la catarsis de la protagonista, la fugaz escapatoria de su asfixiante realidad. Recuerda la conclusión alcanzada por Gilberto Freyre, Casa-grande y senzala, sobre la sexualidad del negro esclavo en Brasil: mientras el negro necesitaba del ritual, la danza y la música para que esta aflorara; el blanco -el amo y sus hijos- no necesitaba ningún estímulo artificial para abusar de las esclavas, su disposición era permanente (Freyre 2003, 498).

El verdadero carácter lujurioso era el del europeo; y en el caso de María, el del estadounidense. Esa historia contradice ese cierto no sé qué atrayente, natural, caótico y agridulce, de la mujer voluptuosa y morena tocada con un sombrero de frutas; creada por las industrias bananera y fílmica estadounidenses en las primeras décadas del siglo XX. Va en contravía de la asociación de Cuba con el desenfreno y el folclorismo propios del trópico, con su sangre caliente y el discreto encanto de la decadencia condensados en el anuncio del famoso filme Sarumba (Gering 1950)… “A fast and furious fiesta”.

Indagar sobre lo que castiga y lo que premia una sociedad, real o imaginada, es una forma de aproximarse a su carácter. En ese sentido, la pretendida búsqueda revolucionaria del “hombre nuevo” ofrece luces sobre lo que pudo ser la Cuba de los años 1950; por debajo de la capa diseñada para el consumo de las masas, comunistas o capitalistas. Al margen de la cruel represión y de la fuerte censura política del régimen del dictador, y al margen de la perversa distribución de la riqueza –el 40% más rico de la población concentraba el 80% de la riqueza y el 40% más pobre el 10%, el desempleo oscilaba entre el 10 y el 20% (Federal Research Division of the Library of Congress 2002, 121)-, la Cuba prerrevolucionaria albergaba un cuerpo social bastante liberal; si se lo compara con el carácter moralista de la Revolución de 1958 que se evidencia en la postura frente a la prostitución, el juego, el alcoholismo y las fiestas.

El articulado de la Ley Fundamental de 1959 no anuncia un rediseño del individuo en el molde del “hombre nuevo”, excepto por los artículos 24 y 25 sobre confiscación de bienes y pena de muerte a colaboradores de la dictadura de F. Batista, tiene más bien un aire liberal. En tanto documento de transición, quienes promulgaron esa ley no podrían haberse dado licencia para chocar radicalmente con una cotidianidad permeada de tolerancia, de ahí su carácter. Posteriormente el nuevo régimen adoptó una posición radical, claramente opuesta al espíritu de esa primera norma.

Si se acepta el supuesto de que la tolerancia a fenómenos sociales que refieren a la expresión de la sexualidad es un termómetro válido para indicar el grado de conservadurismo de un cuerpo social; y si se acepta que una revolución es un cambio brusco de las estructuras… entonces, la especial persecución revolucionaria al homosexualismo, a la prostitución -cuyos principales clientes eran los jóvenes cubanos- y al concubinato muestra que ese cuerpo social, sobre el que gobernó el nuevo régimen revolucionario desde 1958, era tolerante, valga la redundancia, con el homosexualismo, la prostitución y el concubinato. La persecución revolucionaria a esas conductas expresada en declaraciones de prensa, discursos, matrimonios masivos y hasta en campos de concentración eufemísticamente llamados de “reeducación” (Olivares 2013, 9) era un fenómeno nuevo en el país. A pesar de la profunda huella de exclusión social y económica que deja un sistema esclavista, la interacción sexual, lícita o no, se puede interpretar como un canalizador hacia una suerte de integración entre los diferentes sectores socio-étnicos.

En las sociedades hispánicas, en las que el principal ingrediente es el mestizaje casi por definición, lo que realmente define la variopinta “blancura” es el lugar social, muy a pesar de la pretendida división étnica de sus integrantes. Así, lo que desde el arquetipo tropical y desde la Revolución se calificaría como libertinaje y laxitud de costumbres, se puede interpretar más bien como “mediación flexible de anomalías” (Stern 1999, 144). Lo que sucedía en la Cuba de mitad de siglo XX, con una población confinada en un espacio geográfico reducido, era la expresión de un proceso histórico, espontáneo e involuntario, de desgaste de las distancias formales impuestas por la rígida estructura social y la distribución de los medios de producción impuestos desde el siglo XVI. Uno de los elementos de ese proceso era la tolerancia, soterrada o no, a esos comportamientos.

Aún hoy, miles de turistas buscan aventura sensualista en una isla pauperizada, habitada por una Nomenklatura caribeña y una población de profesionales, empleados, campesinos, estudiantes y un gran etcétera de actividades a las que se dedica la mayoría que busca cómo sobrevivir a través de la informalidad. La promesa del paraíso en medio de las hermosas “jineteras”, de divertidos cantantes y bailarines, de los hoteles formales, y los hostales que no lo son, y del inmenso poder adquisitivo del dólar en medio de un deprimente panorama económico parecen continuidades de aquel mundo imaginado anclado en la mitad del Caribe. Los más de 5000 profesionales de la salud -no cantantes y “jineteras”, sino profesionales de la salud- que en 2014 desertaron a través del programa “Más Médicos” (Valle 2018), auspiciado por la Organización Panamericana de la Salud, y los más de cinco millones de turistas que espera el gobierno en 2019 (Bustamante Molina 2018) son apenas dos datos que recuerdan, también hoy como en aquellos años, que la inmensa mayoría de la población de la isla no vive en un paraíso tropical.

Al parecer, la Revolución no solo ha logrado pauperizar aun más a la población, sino que la ha vuelto reaccionaria. El rechazo de las iglesias evangélicas al artículo 68 de la Constitución que se votará en febrero próximo (Sánchez-Vallejo 2018), y que abre la puerta al matrimonio igualitario, apunta a que aquella vieja tolerancia cotidiana prerrevolucionaria también ha sucumbido ante el empuje de una Revolución “sin fin” que pretende que todos los habitantes piensen igual, de forma autoritaria. Aquella imagen maniquea de los años 1950 no solo parece no haber fenecido, sino parece que, irónicamente, es lo único que le queda a los cubanos… algo que no fueron y no son.

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