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FORO CUBANO Vol 5, No. 48 – TEMA: 11J: "CIUDADANOS CUBANOS EN BUSCA DE SU LIBERTAD PERDIDA"–

Artista, cubano y ciudadano

Vistas

Por:  Yunior García

Septiembre 2022

Nací en un país donde los niños, desde los seis años, juran todos los días frente a la bandera que serán “comunistas como el Che”. Desintoxicarse de ese adoctrinamiento es un proceso gradual que a veces lleva implícito un delirium tremens.

En Cuba aprendimos a leer con poemas que glorificaban a los milicianos, acompañados de ilustraciones donde los fusiles y los libros siempre aparecían juntos. Lampiños y con solo un metro de estatura, nos bebimos nuestros textos escolares, donde se exaltaba continuamente la barba y la estatura de Fidel. Mis primeros besos ocurrieron bajo un refugio, durante simulacros de guerras. Aprendimos a correr con una AKM en brazos, lanzamos granadas contra muñecos que representaban a los yanquis, y nuestros dibujos animados a veces mostraban a un bebé lactante disparando en África una potente Makarov.

A los siete años perdimos el derecho a nuestra cuota de leche y nos encasquetaron un férreo compromiso con la Revolución: hacer guardias pioneriles, recibir preparación militar inicial y repetir consignas donde la palabra Muerte era una constante. Nuestros padres no eran simples conversos. A veces, sin darse cuenta, se comportaban como fundamentalistas. Ellos también crecieron lanzando huevos contra los “traidores”, marchando en cuadro apretado y llamándole “gusano” a cualquiera que se apartara ligeramente del dogma. A ellos, las vacunas ideológicas les hicieron más efecto. La compota y la carne rusas los tenían convencidos de la superioridad del comunismo y del triunfo inevitable de la URSS. Pero a nosotros, la caída del Muro y el hambre de los 90´nos hizo más vulnerables. La duda se instaló en nuestra mente como un virus. Fuimos, como generación, una anomalía, un error de Matrix.

Recuerdo a mis padres susurrando críticas frente a un plato vacío, en la oscuridad de los apagones. Pero ni mi madre ni mi padre responsabilizaban a Fidel o al Sistema por la crisis. La culpa siempre era de los niveles intermedios. Sentían pánico de desentonar, de ser identificados dentro de la masa como individuos con problemas ideológicos. Cada inconformidad que murmuraran debía estar acompañada, automáticamente, con una aclaración: “Yo sí soy revolucionario, pero…”

En la Secundaria Básica sentí curiosidad por los temas religiosos y comencé a estudiar la Biblia con los Testigos de Jehová. Esta decisión provocó que, al finalizar el noveno grado, la dirección de mi escuela determinara que yo no tendría derecho a estudiar una carrera universitaria. Mis compañeros de aula se opusieron. Alegaban que, a pesar de que yo no usara la pañoleta, aunque me negara a portar armas y no saludara la bandera, era uno de los estudiantes con mejor índice académico y mantenía buenas relaciones con el resto de mi clase. Enfermé de varicela y los profesores aprovecharon mi ausencia para volver a realizar el proceso. Esta vez emplearon una táctica distinta. Usando como argumento las puntuaciones de mis exámenes, insinuaron que les podría quitar a mis compañeros las mejores carreras. Lo que no había funcionado a través de la persuasión, logró sus objetivos a través del chantaje. Y solo tuve acceso a estudiar albañilería en una escuela de oficios.

Tuve que apartarme de los Testigos de Jehová para acceder a una mejor oportunidad de estudios. Aprobé los exámenes para ser actor en la Escuela Nacional de Arte, me trasladé a La Habana con 16 años y mi vida dio un giro de 180 grados. Era el final de un siglo y el comienzo de otro. En Estados Unidos caían las Torres Gemelas y Cuba estaba inmersa en la Batalla de Ideas. Nuestras clases eran interrumpidas continuamente para asistir a las Tribunas Abiertas y aplaudir kilométricos discursos de un Fidel Castro que intentaba reciclarse y volver a levantar el espíritu combativo de los cubanos.

Yo procuraba entender qué demonios era el marxismo. Me leí sus bases con la misma fe con la que antes escudriñé los textos bíblicos. Mis compañeros me eligieron para representarlos en un congreso de estudiantes y pude chocar de frente con el monstruo. Le di la mano a un Fidel que no tenía la textura de un soldado o un obrero, sino la de un monarca. Sus manos eran pálidas y blandas, con unas uñas que mi madre envidiaría. Los guardaespaldas me apartaban del líder usando sus dedos contra mi estómago, para que la acción no fuese captada por las cámaras. El congreso no tenía la intención de resolver ninguno de los problemas que allí se plantearon. Era un simulacro, una misa para mostrarle al mundo cómo los estudiantes amábamos a la Revolución y cuánto adorábamos al invicto comandante. Allí, durante aquella liturgia, comencé a ver las similitudes entre la casta que gobierna en Cuba y la estructura de una secta.

Tomé conciencia de que era un completo hereje en mi primer año de la Universidad. Debajo de mi colchón tenía escondido un ejemplar de “Antes que anochezca”, de Reinaldo Arenas. Ese libro me abrió los ojos como no lo había hecho ningún otro. Y despertó en mí un apetito por toda la literatura que no podía encontrar en las bibliotecas. Clandestinamente, comenzamos a traficar con títulos de Cabrera Infante o George Orwell.

Cuando comencé a escribir y a estrenar mis primeras obras de teatro, necesitaba que todo ese cúmulo de contradicciones, dudas y experiencias estuvieran presentes. Ya no quería refugiarme en la metáfora para hacer críticas solapadas, me era urgente hablar sobre mi realidad sin usar máscaras ni alegorías. Mis maestros, obviamente, estaban preocupados. Existía en ese momento cierta tolerancia en el teatro, debido a su alcance limitado, pero cada obra era examinada minuciosamente por un comité de “expertos”. Aquellos censores estaban entrenados en buscar y encontrar mensajes ocultos, sin embargo, no tenían ni idea de cómo reaccionar ante la frontalidad descarnada. Tampoco podían preguntarme: ¿qué quisiste decir con esto o aquello? Porque yo no “quería decir”.

Mis obras fueron ganando cierto éxito, la crítica era favorable y el público comenzaba a pedir más. Mis maestros me aconsejaban prudencia y me aclaraban los límites. Era estrictamente necesario que me apegara a lo artístico, sin que pareciera que aquellas ideas que estaban en mis obras fueran realmente mías, sino únicamente de mis personajes.

Cuando tuve la oportunidad de salir del país, mis amigos se sorprendían de que regresara. La inmensa mayoría de ellos soñaba con largarse. Pero yo quería hacer teatro en Cuba, aspiraba a que mis obras pudiesen contribuir a algo. Una vez, un importante crítico (con aspiraciones de convertirse en funcionario), me dijo tras uno de mis retornos: “tienes dos puntos a tu favor, has regresado a Cuba y no hiciste declaraciones”. Eso me hizo entender por qué muchos artistas cubanos son recelosos con la prensa cuando salen al exterior. Siempre hay alguien vigilando lo que dices, más allá de tu obra.

Pero esos límites me asfixiaban. Yo no era solamente un artista, era una persona en medio de un contexto que era urgente transformar. No podía pasarme la vida escondido detrás de mis personajes. Me preguntaba cómo habría reaccionado Martí si alguien le hubiese dicho que, como era buen poeta, se limitara a sus versos. Llega un momento en que un artista, sin dejar de serlo, necesita expresarse también como ciudadano. Y entonces comencé a cruzar las fronteras de lo permitido.

En una asamblea de jóvenes artistas, frente al Primer Secretario del Partido en mi natal Holguín, lancé 15 preguntas incómodas. Era el año 2015 y todavía el internet no estaba extendido, pero alguien grabó el audio de esa reunión y lo hizo viral. Mucha gente me paraba en la calle para preguntarme si era yo el muchacho que se había atrevido a tanto. El audio circuló por todo el país en dispositivos USB y el rumor de las 15 preguntas llegaba a casi todos los rincones de la Isla. La Seguridad del Estado comenzó a acosarme de manera más evidente y mi nombre ya aparecía en las listas negras.

A pesar de ello, seguí haciendo teatro, aunque ya me era más difícil aparecer en televisión o resultar elegido para algún congreso. Era miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, pero sus funcionarios me veían como una oveja negra y procuraban que no me acercara a los micrófonos. Por mi parte, decidí desahogar todo ese proceso en una obra: Jacuzzi.

El espectáculo ganó los premios más importantes de la escena nacional y motivaba ovaciones en ambos bandos de una Cuba polarizada. Recuerdo que una vez, durante una función, la taquillera se me acercó asustada para anunciarme que habían suspendido la venta de entradas y que aquella sería una función dirigida solo para militares. Todos sospechamos que era un boicot, pero el espectáculo debía continuar. Dos camiones de camilitos (jóvenes que estudian carreras militares) entraron uniformados al teatro. Pero a medida que la obra avanzaba aquellos muchachos iban abandonando la solemnidad y dejando escapar una risa, un suspiro, una carcajada. Cuando acabó la obra los camilitos ovacionaban de pie a los actores y alguno de ellos lanzó su gorra de plato al aire. Se identificaron a tal punto que el oficial al mando tuvo que dar la voz de “firme” y los hizo bajar marchando las escaleras del teatro, quizás como castigo por no responder como esperaban.

La designación de Díaz-Canel como sucesor de Raúl Castro generaba entonces opiniones dividas entre los cubanos. Yo lo había conocido personalmente unos años atrás, cuando él era la máxima figura del PCC en Holguín y asistía a mis estrenos. Pero aquel sujeto que llegaba al poder era ya otra cosa. En sus ojos no se reflejaban expresiones humanas. Era como un robot con una orden programada y con el susto de ser desenchufado en cualquier momento. El primer decreto que aprobó era un insulto a la creación artística. El 349 era la gota que colmaba el vaso de una generación que estaba harta de simular obediencia.

Los muchachos del Movimiento San Isidro marcaban la vanguardia contra el decreto. Eran, sobre todo, jóvenes marginados defendiendo su derecho a expresarse. Y el poder los trató como vulgares delincuentes, los humilló en la televisión nacional e intentó colgarles todas las etiquetas del manual. Algunos en el gremio cultural mantuvieron su habitual elitismo, pero una buena parte de los más reconocidos artistas se solidarizó con ellos. Los más jóvenes, que veníamos del privilegio de estudiar en academias, tampoco caímos en la trampa de los juicios estéticos. Contra ellos se ensañaba un modelo decadente, un sistema hipócrita que solo beneficiaba a un clan reducido de jerarcas, mientras sumía a la población en un círculo vicioso de sacrificios, censura y miseria.

El 26 de noviembre del año 2020 yo estaba en el teatro, presentando mi último espectáculo. En cuanto vi que habían tumbado el internet supuse que algo grave estaba sucediendo contra los muchachos del MSI. Me reuní en el baño del teatro con dos amigos y decidimos que era nuestro deber hacer algo si usaban la violencia contra ellos. Y así era. Esa noche supimos que policías disfrazados de médicos irrumpieron por la fuerza en la sede del MSI, donde sus miembros se encontraban en huelga de hambre. Se los llevaron por la fuerza del lugar, sin saber hacia dónde. Entonces acordamos crear un grupo en WhatsApp con una veintena de artistas y organizar lo que al día siguiente se convertiría en una manifestación sin precedentes, tanto por la forma como por el número de manifestantes. Aquel 27 de noviembre, frente al Ministerio de Cultura, cientos de artistas obligamos al régimen a pactar un diálogo. Y el derecho a tener derechos era la principal demanda.

El diálogo nunca ocurrió, por supuesto. Éramos un grupo muy heterogéneo, sin experiencia política alguna y con ningún entrenamiento democrático. En aquellos primeros días, muchos sentimos que era la primera vez que hablábamos sin miedo y que ejercitábamos la difícil tarea de buscar consensos en medio de una tremenda diversidad de opiniones y posturas. Estábamos acostumbrados a ver en la televisión a un parlamento que solo sabía aplaudir y aprobarlo todo por unanimidad. 

Dos meses después el ministro de cultura le arrebataba el teléfono a un periodista independiente en plena calle y los órganos de la Seguridad del Estado golpeaban y encarcelaban a un pequeño grupo de artistas inconformes. El diálogo se rompía porque al poder jamás le interesó dialogar, solo accedieron al pacto porque habían sentido la presión de una multitud en las calles.

Era cuestión de tiempo que otros sectores de la sociedad se motivaran a repetir aquella osadía, pero a mayor escala. Y sucedió el 11 de julio de 2021. Cientos de miles de cubanos se lanzaron a las calles en decenas de ciudades. Nuestro grupo de colegas y amigos decidimos plantarnos frente a la Televisión Nacional y exigir 15 minutos de derecho a réplica frente a las cámaras. Díaz-Canel, por su parte, comparecía en Palacio dando una orden de combate contra el pueblo. Hubo golpizas, pedradas, tiros, más de mil detenidos. A nosotros nos lanzaron a un camión de escombros y nos llevaron a una cárcel sin poder avisarles a nuestros familiares.

Al día siguiente, por la presión de figuras muy respetadas de la cultura y por la difusión de imágenes que descartaban cualquier tipo de violencia de parte nuestra, liberaron al grupo del Instituto Cubano de Radio y Televisión. Sin embargo, aquel día continuaban las detenciones en todo el país y la policía asesinaba por la espalda a Diubis Laurencio, un joven pobre, residente de uno de los barrios más pobres de La Habana. Centenares de jóvenes no eran tan conocidos como nosotros ni contaban con la suerte que una gran figura intercediera directamente por ellos.

El país se llenó de indignación, terror y desesperanza. No debíamos y no podíamos quedarnos callados. Poco después de ser liberado le propuse a Silvio Rodríguez un encuentro y el accedió. Durante 70 minutos aceptamos nuestras diferencias, pero él se comprometió a exigir la liberación de los presos. Sin embargo, el poder tenía demasiado miedo para escuchar a nadie, ni siquiera a Silvio.

Necesitábamos organizarnos, defender nuestra pluralidad y convocar a una acción cívica que demostrara de forma contundente la imposibilidad de ejercer los derechos más elementales en Cuba. Nuestro grupo de amigos creó una plataforma en Facebook, la nombramos Archipiélago y convocamos a una marcha pacífica, siguiendo todos los protocolos formales para una acción de ese tipo, con dos meses de antelación. Obviamente, esa marcha tampoco fue posible.

Los miembros de Archipiélago fuimos interrogados, perseguidos, amenazados. El poder utilizó toda su fuerza para acorralar e intimidar a un país. Mi casa fue rodeada por cientos de policías o militantes disfrazados de vecinos, decapitaron palomas en mi puerta, me aseguraron que mi familia no volvería a caminar por aquellas calles, por ninguna calle. Mi esposa y yo partimos al exilio un día después de la fecha anunciada para esa Marcha que no pudo ser.

Hoy soy para unos un traidor, para otros un cobarde, para muchos un ingenuo. Pero a pesar de los golpes y los fracasos, hay tres cosas a las que no renuncio: ser un artista, un cubano, un ciudadano.

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